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domingo, 20 de junio de 2010

Señor, ¿es usted feminista?

El título de esta conferencia parte de un artículo que publiqué en Diario de Navarra el Día Internacional de la Mujer (8 de marzo) de 2005. En él marcaba claramente quién era el receptor de aquel texto. Basta reflexionar un instante en la diferencia entre las palabras “señor”, “señorito”, “señora” y “señorita”. El primero es el término habitual con el que nos referimos a los hombres, mientras que el segundo fue el vocablo empleado en las familias burguesas generalmente andaluzas (todos recordamos la expresión “señorito andaluz”).

En cambio, los otros dos términos nos ponen sobre la pista de la ignominia de la marginación de la mujer y de la agresión contra ésta a través de todas las leyes y hasta hace no mucho tiempo. En efecto, decir “señorita” equivalía hasta más o menos los años sesenta a decir “mujer no casada”, mientras que “señora” era la mujer casada. De esta manera, se ejercía una forma de control social del estado civil de la mujer cuando, de entrada, se le preguntaba a una mujer si era señora o señorita (lógicamente: casada o soltera), algo que jamás se hacía con respecto al hombre.

Asimismo, el título de aquel artículo y el de esta conferencia preguntan si “es usted feminista”. En efecto, a pesar de la enorme bibliografía producida y de toda la lucha de más de dos siglos abanderada por el feminismo, las ideas sobre este tema no han calado, y sigue existiendo una gran confusión. Basta con acudir al diccionario de la Real Academia Española y ver cómo se define la voz “feminismo”. La primera acepción es ésta: “Doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres”.

Sin embargo, cabe señalar que el adjetivo “favorable” proviene de “favor”, mientras que el feminismo es una doctrina que exige. Y si buscamos la palabra “exigir” en el mismo diccionario leemos esta definición: “Pedir imperiosamente algo a lo que uno tiene derecho”. Así entendido, sí se puede hablar de feminismo: se trata de una doctrina que pide algo a lo que la mujer tiene derecho y que la ley le ha quitado.

Además, creo que la Academia se deja en el tintero un segundo aspecto. El feminismo “es favorable” no sólo para la mujer, sino también para el hombre, porque éste deja de ser tirano –como por ley ha tenido que ser durante tantos siglos–, se coloca en un plano de igualdad y está en condiciones de mantener unas relaciones sentimentales mucho más felices y relajadas. Lo que el hombre pierda en poder lo va a ganar en relación y en serenidad.

Por todo ello, resulta vital que el sentido de la voz “feminista” se resuelva con claridad. Digo esto porque, aunque no tengo recogida la doctrina, hay declaraciones que despistan. Recuerdo una en la que alguien se definía como una “feminista sosegada”. Ese tipo de coletillas hace ver la inseguridad con la que se emplea el término.



En cambio, la Academia ha definido en este caso muy bien el término. En efecto, según ella, “feminista” es el partidario del feminismo, es decir, partidario de esa doctrina que exige la igualdad para hombres y para mujeres. Por tanto, la respuesta a la pregunta del título es sencilla. Si alguien es partidario de la igualdad entre hombres y mujeres –independientemente de que milite o no en el movimiento–, será feminista.

De todos modos, lo anterior se asume con dificultad. Eso lo percibimos en el lenguaje, porque es muy raro leer o escuchar en los medios de comunicación la expresión “los feministas” (en masculino). El hombre no se ha querido implicar y ha dicho que eso corresponde a las feministas, a pesar de que a lo largo de la historia también haya habido unos cuantos hombres que han sido partidarios de esa igualdad y que la han defendido muy fuertemente.

Para trazar una historia del feminismo hay que comenzar, indudablemente, por Grecia. La primera sociedad europea real y crudamente misógina es la griega. Ésta, además, inventa la democracia más inteligente –desde el punto de vista, claro está, de sus inventores–: ni los esclavos ni las mujeres entran en ella. Un ejemplo de esta mentalidad es un poema de Simónides que compara la mujer con aproximadamente quince o veinte animales, de la forma más brutal y grosera, pero que a la vez resulta deslumbrante por la cantidad de insultos que emplea.

De todos modos, hay alguna excepción entre los griegos. Así, por ejemplo, Platón defiende que la mujer debe tener presencia en el Estado como el hombre. A pesar de ello –y quizá por compensar–, Aristóteles sostendrá que la mujer no tiene alma. Por su parte, el cristianismo reconocerá que la mujer tiene alma y que puede o salvarse o condenarse.

A partir del siglo XVI se plantea la cuestión de si la mujer posee o no capacidad mental. La mayoría lo niega. También sabemos que, desde entonces y hasta el siglo XVIII, empezará a formularse una crítica que cristalizará en la época de la Ilustración.

En definitiva, el feminismo consiste en llevar la democracia hasta sus últimas consecuencias. No obstante, si nos remontamos al código napoleónico de 1805, pasada la revolución francesa con su fantástico lema de libertad, igualdad y fraternidad, vemos en él que queda sancionada la inferioridad legal de la mujer. No se le otorga a ésta derecho político alguno, al tiempo que pierde los derechos económicos incluso sobre sus herencias. Es total el control del varón sobre la mujer, que estará sujeta a los permisos que pida la ley para incluso abrir una cuenta bancaria.

La doctrina del código napoleónico de 1805 fluye por toda Europa, Hispanoámerica y el resto de los países que siguen a Occidente. En España sucederá lo mismo hasta la II República (1931), cuando se reconocerá a la mujer, entre otros, el derecho de voto. Sin embargo, la nueva situación durará cinco años, hasta la Guerra Civil. A partir de ésta y tras el triunfo del franquismo, las nuevas leyes sancionan la inferioridad legal de la mujer a los efectos más amplios (políticos y económicos). Basta recordar, en este sentido, cómo la mujer debía demostrar el permiso de su marido para, por ejemplo, matricularse en la universidad.

Desde los últimos años del franquismo empieza a percibirse un cambio y una evolución que llegar hasta nuestros días, con el último triunfo del Partido Socialista Obrero Español y el controvertido sistema de cuotas paritario y la discriminación positiva, algo a lo que algunos se oponen. Sin embargo, cabe aducir en favor de estas medidas todos los siglos durante los que las mujeres se han hallado en pésimas condiciones legales; igualmente, hay que considerar que, a pesar de que el avance de la mujer ha sido fuerte en el siglo XX, todavía se enfrentan a muchas dificultades, sobre todo a la hora de acceder a altos puestos políticos o laborales. Por cierto, el primer parlamento español donde por fin hay más mujeres que hombres es el Parlamento Vasco.

Dentro de las leyes actuales que protegen a la mujer, es obligatorio citar el proyecto de ley contra la violencia de género, que en gran parte se debe a la lucha incesante de los grupos feministas por que se reconozcan estos derechos. Es preciso hacer visible este problema que tanto nos cuesta admitir, y que, con toda justeza, debe calificarse a mi modo de ver de terrorismo doméstico. Así lo hizo Rosa Regàs hace unos años en El País con un artículo titulado “Terrorismo impune”, expresión con la que se refería, precisamente, a la violencia doméstica.

Alrededor de este problema hay otros aparentemente menos graves, pero cuya existencia igualmente nos cuesta aceptar. Así, por ejemplo, el reparto de las tareas domésticas, la equiparación salarial y la conciliación de la vida laboral y familiar. Desgraciadamente, los avances en este sentido son lentos. Apuntaré un dato: en 1997, la proporción de horas dedicadas a las tareas domésticas por la mujer y por el hombre era, respectivamente, de cinco a una. Es decir, por cada cinco horas trabajadas por la mujer en casa, el varón aportaba una. La cifra es todavía más desesperante si se piensa en la evolución anual: cada año se ganan solamente tres minutos de participación del varón en dichas tareas. Aunque a alguien le pueda resultar gracioso, eso significa que la equiparación se lograría alrededor del año 2230.

fuente: Ramón Irigoyen - Aula de Cultura ABC

martes, 25 de mayo de 2010

Leandro Viernes: “Quiero ser hombre, no varón”

El músico defiende su pasión por la estética pop y ataca el imaginario machista: "Me han cagado a trompadas por usar el pelo de colores", dice.

¿Hay algo más pop que el concepto del viernes? Estrenar zapatos o remera, afeitarse o depilarse, elegir bar o boliche, todo se relaciona con dos de tantas ideas del pop: agradar(se) y divertir(se). Leandro Viernes es un compositor de pop sin intención de ser rock. No, amigos. “Lo que me interesa es ser cada vez mejor compositor, instrumentista y cantante de canciones”, aclara. Viernes por la madrugada, que no podía ser sino un álbum pop, es su nuevo y superador paquete de sonoridades. “El disco estaba sin terminar cuando falleció mi vieja, en 2009. La vida y la muerte son lo que importa, lo que cambia las cosas. La gran lección, para mí, fue que hay que hacer con lo que uno tiene: sus pocos o muchos instrumentos y su poca o mucha astucia, sobre todo.”

Arrancó como baterista de Adrián Cayetano Paoletti, desde su Adrogué natal, y estuvo por batir parches en Avant Press, pero necesitó mayor expresividad que la que ofrecían los palillos y se puso a componer. Así sacó el EP Audiosaludos y, en 2005, el disco Música para los ojos. Ah, los ojos. Ellos y su estrecha relación con el pop, donde mirada y oído se funden, y música e imagen conviven sin contradicciones. Qué lindo el pop, pero qué jodido vestir pop. “Me han cagado a trompadas por usar el pelo de colores. Recién pasé por Constitución y me comí un par de ‘¡puto!’. En la Argentina, el símbolo del varón es el que se toma cinco birras. No me importa. Quiero ser hombre, no varón. Ser varón y que te gusten los zapatos, acá, es un bajón: ¡son negros o marrones!”

Leandro no está dispuesto a vivir con los patrones de hombría que establecen que el varón deba ser “hosco, barbado, musculoso y hecho desde abajo”. Eso, entiende, es algo siniestro: “Te educan para que te hagas desde abajo para seguir sirviendo a un explotador. ¿Quién dice que tenés que hacerte desde abajo? ¿O desde arriba? Te hacés desde dónde podés, con la inteligencia y astucia que tengas. Que exista el programa Is Good to Be Rich... ¿de qué carajo estamos hablando?”.

Viernes es otro de esos músicos independientes un poco por elección y otro a la fuerza. “No soy mainstream, no soy del indie cool y chic, ni un niño rico que fue a colegios caros. No entro en ésa. Hago lo que puedo y como puedo, y no le rindo cuentas a nadie, con mis errores y aciertos. Es el precio que pagás, que no se venda mucho el disco. Pero tenés libertad y eso no es poco”, destaca el treintañero cantautor.

Viernes por la madrugada fue parido bajo esa lógica, mientras las revistas especializadas se enteraban casi mágicamente de la movida de zona sur. “¡Basta de robar con el Adrogué Sound!”, pide a gritos desde un bar de Constitución. “Victoria Mil se bancó mil pijazos. Emisor fue parte de Resonantes. Copiloto Pilato. Paoletti. ¿Qué les van a contar las bandas nuevas sobre los ‘90 y el indie a ellos? Todo bien, tendrán gente que los sigue, pero no es un fenómeno. Miranda! lo fue”, aclara.

Todo sobrevuela el disco: Machoman critica al Viernes violento por varón, en Río adentro recorre la ciudad y sus miserias, y en Recargado se equipara con un dispositivo que necesita un cambio de software. “Lo de Facebook es tremendo. Los pibes expresan su descontento juvenil con posts depresivos en lugar de arte. Nos llueven eventos culturales que sólo conocemos por Internet. Y lo peor es que se filtró la lógica de la televisión, la de las Divinas de Patito feo, en el rock, la vida y la cultura. Es una mentira. Muchos de los problemas que pasan con la música nos pasan por giles, por querer el Mercedes y salir en MTV.”

fuente: Luis Paz, Página 12 / No

martes, 11 de mayo de 2010

Los grandes ideales del pene

En estas líneas vamos a referirnos a un órgano que se encuentra en el cuerpo de los varones biológicos, un órgano que tanto ha dado que hablar a esta cultura occidental: el pene. Hagamos un breve ejercicio: primero pensemos en los nombres que se usan para llamar al pene; luego en aquellos que usamos para llamar a los genitales externos de la mujer, la vulva; por último, pensemos en los que se utilizan para denominar al ojo humano, e intentemos darnos un minuto antes de seguir leyendo...

- Los nombres del pene.

¿Qué descubrimos a partir de nuestro ejercicio? Es muy posible que hayamos caído en la cuenta de que manejamos más nombres para pene que para vulva y que, por alguna “curiosa” razón existen más expresiones populares para nombrar a los genitales que a otras partes del cuerpo humano.

Al parecer, la carga erógena que los genitales poseen, así como las valoraciones sociales y afectivas que les damos, hacen que proliferen los sinónimos para nombrarlos. Ahora bien, ambos genitales no parecen tener el mismo estatus valorativo, ya que por algo el pene se lleva la mayoría de los galardones a la hora de ocupar un lugar destacado en el lenguaje.

Sigamos ejercitando nuestras neuronas: pensemos ahora en los nombres que conocemos para llamar a una relación sexual... Tal vez algunos nos causen gracia, otros nos avergüencen, y tal vez algunos nos evoquen sentimientos eróticos de diferente intensidad. ¿Qué nos dicen estas diferentes formas de llamar a una relación sexual...?



La mayoría de las expresiones hablan de un coito vaginal entre dos personas, y además de transmitirnos una idea exclusivamente genital, heterosexual y monógama, también indican que concebimos estas relaciones como actos en los cuales siempre está presente el pene: la idea de penetración se trasluce en expresiones tales como “clavar”, “ensartar”, “serruchar”, “ponerla” (1), y colocan al pene como órgano ineludible para concebir un acto sexual.

- El pene valorado.

¿Qué moviliza este órgano, para que las distintas jergas lingüísticas lo recojan de tan diversas maneras? Para muchas producciones culturales, entre ellas el lenguaje, el pene ocupa un lugar preponderante. Históricamente, los cultos fálicos en Egipto, Grecia y Roma, entre otras civilizaciones, nos hablan de la importancia que muchos pueblos han dado a este órgano, como símbolo de fecundidad y “potencia” sexual.

En la educación que se recibe en la familia, los varones desde que nacen aprenden a valorar su pene de forma particular. El órgano frecuentemente es celebrado y festejado, por ejemplo cuando se le cambian los pañales al bebé y manifiesta erecciones o micciones sorpresivas, o mediante bromas sobre el tamaño del pene del recién nacido en un intento jocoso de establecer patrones hereditarios diciendo que “es igualito al padre”.

No falta por cierto algún padre o madre que juguetee con el pene de su hijo y le diga “¿para quién es esto? ¿para las nenas?”, en precoz y compulsivo entrenamiento no sólo en la valoración del pene, sino también en la enseñanza de la heterosexualidad como valor propio y exclusivo de la masculinidad hegemónica.

Conforme crecen, los varones toman contacto con un mundo lingüístico en donde el pene ocupa el lugar de objeto deseado y símbolo de poder, y por tanto como herramienta para producir no sólo “el” placer de muchas personas, sino también distintas formas de sometimiento.



El niño se socializa en un lenguaje donde el pene aparece no sólo en expresiones eróticas, sino también en diferentes formas de insulto y degradación que colocan a otras personas en el lugar de penetradas por ese pene con poder, de maneras reales y simbólicas. Ejemplos de esto aparecen en expresiones como “hoy el jefe me sentó en la máquina”, o “me están cogiendo (2) con la cuota del banco”, o “éste se la come doblada”, etc., etc., etc. Ese poder que simboliza el pene, lo que llamamos falo, muchas veces aparece en dichos y prácticas cotidianas, en expresiones de poder aparentemente alejadas de la sexualidad.

- El poder fálico tiene sus costos.

Este poder no resulta gratuito para quienes portan el pene: tener ese órgano valorado por la cultura requiere estar a la altura de las expectativas. Parece que hay que tener un pene de determinadas dimensiones y hacerlo funcionar siempre con erecciones potentes y perdurables para dar cuenta de la “potencia”. Es necesario penetrar para “plantar bandera” en aquellos terrenos colonizados en nombre de ese poder fálico y, por supuesto, para alejar fóbicamente la temible amenaza de terminar siendo el cuerpo penetrado por otro pene. En definitiva, estar “siempre listo” más allá de los deseos y afectos específicos que ese varón esté viviendo.

La educación sexual falocéntrica recibida por los varones hace que habitualmente se construya una idea de desempeño sexual exitista, cuantitativa y competitiva, centrada en la erección y la penetración. Esto provoca que muchos de ellos queden, en realidad, vulnerables ante cualquier “falla” que puedan vivir, y hace que consulten angustiados para que se les “reestablezca” ese funcionamiento más bien automatizado, o para agrandar las dimensiones del pene y así estar a la altura del modelo idealizado que han construido en sus cabezas.

La industria se nutre de estas inseguridades masculinas y las refuerza con la publicidad, y está también “siempre lista” para ofrecer miles de tratamientos rápidos con los cuales recobrar la potencia y aumentar los centímetros con cirugías, cremas y aparatos fantásticos y prometedores.

Los costos de portar un órgano tan idealizado hacen también que muchos varones construyan una imagen corporal parcializada, por lo que las relaciones sexuales sólo involucran la zona pélvica en detrimento del resto del cuerpo. Esa imagen impide la erotización de toda la piel para “sentir” y entregarse al encuentro, ya que “entregarse” se relaciona con la “pasividad”, y para el portador del órgano activo y poderoso esa empresa parece estarle vedada.

Aún así, poco a poco van manifestándose varones que se rehúsan a seguir pensando que su sexualidad sólo pasa por lo que tienen entre las piernas, que intentan explorar las zonas erógenas de todo su cuerpo, que se animan a viajar por otras posibilidades de erotismo. Son varones que ponen entre paréntesis las exigencias del poder fálico, para lanzarse a vivir una sexualidad más humanizada e integradora.

(Notas):

(1) Expresiones propias de la jerga popular rioplatense para referirse a una relación sexual.

(2) También en la jerga rioplatense la palabra “coger” se utiliza para llamar al acto de penetrar.

fuente: Rubén Campero, Centro de Estudios de Género y Diversidad Sexual