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jueves, 25 de marzo de 2010

Enrique Del Valle Iberlucea y la lucha por los derechos de las mujeres en Argentina


El libro Marxismo y feminismo, de Marina Becerra, repara un gran olvido de la historiografía argentina: la lucha por los derechos de las mujeres de Enrique Del Valle Iberlucea, el primer senador socialista de Latinoamérica, expulsado injustamente del Parlamento argentino en 1921.

Con la sanción del Código Civil argentino, encargado por el gobierno de Bartolomé Mitre y aprobado por el parlamento sin debate previo, en 1871 se abrió un capítulo oscuro en la historia de las mujeres argentinas, que recién se cerraría –parcialmente, claro, y sólo en lo relativo a la mayoría de sus derechos civiles–, casi cien años más tarde, irónicamente bajo el gobierno de facto de Onganía. En su letra, el Código redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield clasificaba a las personas en “capaces” e “incapaces”: la mujer, normalmente un sujeto considerado por la ley como jurídicamente competente, se volvía prácticamente inepta al casarse con un hombre. No bien pasaba por el altar (o el registro civil, a partir de 1888) toda argentina, e independientemente de su clase social o nivel económico, quedaba a cargo de su esposo, quien a partir de entonces la representaba en casi todos los actos jurídicos y se convertía en el único administrador de su dinero. Sin su permiso, ninguna esposa podía testificar en un juicio o ante un escribano, celebrar un contrato, hipotecar, vender, comprar o donar bienes. Toda denuncia contra ella debía ser dirigida a su marido, considerado por el codificador cordobés el jefe de la sociedad conyugal, y facultado para recurrir a la fuerza pública si su mujer dejaba el domicilio matrimonial.

Aunque muy estigmatizadas, sobre las mujeres solteras no pesaban la mayoría de estos preceptos que, a pesar de violar la Constitución Nacional (“todos los ciudadanos son iguales ante la ley”), reglamentaron una experiencia tan íntima como la matrimonial hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, el feminismo argentino, que por entonces daba sus primeros pasos, encontró en un joven estudiante un importante aliado en esta causa. Corría el año 1902 y Enrique Del Valle Iberlucea se recibía de abogado con una tesis que defendía la igualdad civil de las mujeres casadas y que proponía incluir el divorcio en la legislación argentina, señala Marina Becerra en Marxismo y feminismo (Prohistoria Ediciones). Recientemente editado, este libro repasa la vida intelectual y política de quien en 1913 fue elegido el primer senador socialista de Latinoamérica.
Nacido en España, Del Valle llegó a los ocho años a la ciudad de Rosario, donde se estableció junto a sus padres. Desde entonces, y hasta su muerte, la preocupación porque se lo creyera lo suficientemente argentino sería una constante. No bien recibió su diploma de abogado, se nacionalizó argentino y se enroló voluntariamente en el Ejército nacional. Afortunadamente, las armas no lo alejaron del trabajo intelectual. A los 25 años daba conferencias sobre teoría marxista y comenzaba a distanciarse ideológicamente de la línea trazada por el fundador del Partido Socialista argentino, Juan B. Justo. Esto no impidió que, luego de dar una charla a favor del divorcio en el Centro Socialista Femenino, en 1902, Del Valle se afiliara a este partido. Para entonces un diputado liberal había presentado en el parlamento argentino el primer proyecto de ley de divorcio vincular. Pero en esa conferencia, y frente a decenas de mujeres, Del Valle mencionó un argumento que faltaba en los encendidos debates que tenían lugar en el Congreso: el amor. Para el socialista, además de emancipar a las argentinas, el divorcio significaba una segunda oportunidad para todos aquellos y aquellas atadas por vínculos que “no nacían del corazón”. De ahí en más, y de la mano de su amiga y colaboradora Alicia Moreau (con ella fundó la revista socialista Humanidad Nueva), Del Valle abogaría por los derechos de las mujeres, un capítulo prácticamente ausente en la escasa bibliografía existente sobre el primer senador socialista argentino.

Discípula de la gran maestra e historiadora Dora Barrancos, la socióloga e investigadora del Conicet Marina Becerra salda esta deuda con el intelectual marxista y rescata el carácter precursor de su lucha por la emancipación de las mujeres de un país que sentía como propio. En 1920, ya como integrante del Senado argentino, Del Valle presentó un proyecto de despenalización del aborto. Dos años antes había elaborado un proyecto de emancipación civil de la mujer que, más tarde, serviría de base a la ley 11.357. Sancionada en 1926 y conocida como la “Ley de ampliación de la capacidad civil de la mujer”, esta normativa otorgó derechos civiles a las solteras, divorciadas y viudas, reconociendo su igualdad jurídica con los hombres. Sin embargo, a pesar de que eliminaba algunas restricciones para las mujeres casadas, como la administración de sus propios bienes –a título oneroso– y salarios, la nueva ley continuaba impidiéndoles abandonar el hogar conyugal o ejercer la patria potestad de sus hijos menores, entre otras cosas.

Del Valle nunca llegó a enterarse de la sanción de esta ley: murió en 1921, a los 44 años, de una enfermedad respiratoria. Semanas antes, había sido desaforado del Senado argentino por declarar en un congreso socialista su adhesión a la Tercera Internacional, la organización comunista fundada por Lenin. En una vergonzante votación, la mayoría conservadora y radical decidió el desafuero de uno de los legisladores más brillantes que haya tenido en sus bancas. Acusado de anarquista y antipatriota, se le hizo notar su origen extranjero y se lo condenó por el delito de “opinión”, como sostiene Becerra en su primer libro, consagrado a esta figura inexplicablemente poco nombrada por la historia.

fuente: Página 12 / Las 12

domingo, 14 de marzo de 2010

La sexualidad de los hombres heterosexuales

Quizás lo más importante que debe saberse acerca de la sexualidad masculina es que está íntimamente vinculada a la identidad de género masculina. El desempeño físico exitoso de la sexualidad masculina es esencial para la confirmación de la masculinidad de los hombres.

Podemos encontrar evidencia de ello en los relatos de los hombres heterosexuales acerca de su experiencia de sexo con las mujeres, y en el significado que para los hombres tiene el no poder tener un desempeño sexual apropiadamente masculino. En relación a lo anterior, las encuestas de Hite (1981) revelan la experiencia del coito pene-vagina como una verificación de la identidad masculina. Cualquier falla en el desempeño masculino (pérdida de la erección o, en particular, ausencia de erección) es experimentada por los hombres, en términos profundamente genérico, plantea la amenaza de la pérdida de su hombría, y provoca, en muchos, humillación y desesperación [Tiefer: 168].



Una de las cualidades del discurso dominante sobre la sexualidad masculina también está implícita en esto; la sexualidad masculina está basada en desempeño y potencia. El tener una buena "técnica sexual" -- definida como una serie abstracta de habilidades -- y poder "dar" muchos orgasmos a la mujer, son los elementos que definen la hombría. De acuerdo con Leonore Tiefer, el desempeño sexual masculino tiene tanto que ver con la confirmación de la masculinidad y la posición entre los hombres como con el placer o la intimidad [Tiefer: 167].

Los mitos sexuales que son base del modelo dominante de la sexualidad masculina son eficientemente resumidos por Fanning y McKay, de la siguiente manera. Los hombres siempre deben desear las relaciones sexuales y estar preparados para ellas. Un "verdadero hombre" nunca pierde la erección. El pene debe ser grande. El hombre siempre debe llevar a su pareja al orgasmo o, preferiblemente, a múltiples orgasmos. El sexo sólo involucra penetración seguida del orgasmo. El hombre siempre debe saber qué hacer en el sexo. El hombre siempre debe ser agresivo. Todo contacto físico debe conducir al sexo. El sexo debe ser natural y espontáneo.

Existen varias imágenes comunes de la relación de los hombres heterosexuales con la intimidad y las emociones: los hombres somos vistos como "emocionalmente incompetentes" y "emocionalmente estreñidos" [Doyle: 158]. Intentamos satisfacer todas nuestras necesidades emocionales a través de una mujer, sin hacer lo mismo por ella. Así se da una división emocional del trabajo, en la cual la esposa o compañera provee todos los servicios, tanto emocionales como sexuales. Este patrón se entrelaza con la forma en que los hombres comúnmente descuidan sus amistades, las cuales raras veces son fuente de un profundo compartir y apoyo [Strikwerda y May].



Muchos hombres confunden el amor con el sexo; las relaciones íntimas y amorosas sólo pueden ser obtenidas por medio del sexo. Para la mayoría de hombres heterosexuales adultos, las relaciones sexuales son el único espacio donde reciben abrazos y sustento emocional, y en el que son tratados con afecto y amor [Kaufman: 241].

Las relaciones íntimas de los hombres tanto con hombres como con mujeres son fundamentalmente estructuradas por la homofobia y la misoginia. La masculinidad se define por lo que no es -- no femenina -- y las cualidades femeninas estereotípicas son denigradas. Las relaciones íntimas entre hombres son tratadas con miedo y odio intensos, y todo acercamiento es visto con suspicacia.

Hite y Colleran describen el desigual contrato emocional que es común en las relaciones heterosexuales: el hombre se reserva una apertura emocional igual a la de la mujer, trivializa a su pareja y no la escucha, y luego le pide amor, afecto y comprensión [30]. También describen una serie de patrones que me son familiares -- confusión y ambivalencia emocionales, descalificación de las mujeres, desvalorización de los sentimientos de las mujeres, y también el creer que su percepción de la realidad es correcta, mientras que las percepciones de la mujer son locas, neuróticas o simplemente incorrectas.

Al examinar la sexualidad de los hombres heterosexuales y el carácter de sus relaciones sexuales con las mujeres, debemos reconocer la presencia de la violencia de los hombres contra las mujeres. Empezaré describiendo la singular contribución de las mujeres feministas a nuestra comprensión de la violencia masculina.



En primer lugar, las feministas han documentado la experiencia de las mujeres acerca de una gama de formas de violencia, incluyendo violencia sexual, golpes, abuso y acoso hacia niños y niñas, y el generalizado temor de tal violencia que las mujeres experimentan. La violencia de los hombres contra las mujeres está muy diseminada y es socialmente legitimada. En segundo lugar, las feministas han criticado las explicaciones que patologizan e individualizan la violencia de los hombres, argumentando, por el contrario, que la violencia es la expresión normativa de una masculinidad construida como agresiva, coercitiva y misógina. En tercer lugar, esta crítica, a su vez, ha problematizado un número de distinciones comunes en los discursos dominantes sobre la violencia: entre la conducta "típica" y "aberrante" de los hombres; entre "víctimas" y no víctimas; y entre "ofensores" y otros hombres. Finalmente, las feministas han aportado la reflexión de que la violencia de los hombres es un elemento importante en la organización y mantenimiento de la desigualdad de género.

A finales de los años setenta y ochenta hubo un cambio importante: la sexualidad masculina y la heterosexualidad fueron vistas cada vez más como fundamentalmente implicadas en esta violencia [Edwards]. Escritoras tales como Adrienne Rich, Kathleen Barry, Andrea Dworkin y Catherine MacKinnon argumentan que, bajo el patriarcado, la subordinación de las mujeres es erotizada y la violencia se ha hecho "sexualmente atractiva". Para estas autoras, la sexualidad es vista como el sitio central de la supremacía masculina y fundada en un régimen de heterosexualidad obligatoria. Este régimen involucra la invasión, colonización y destrucción de los cuerpos de las mujeres, de los espíritus de las mujeres y de las mujeres mismas. Más aún, la sexualidad masculina está fundamentalmente implicada en la violencia de los hombres y en la perpetuación de la supremacía masculina. La sexualidad de hombres (tanto heterosexuales como homosexuales) es vista como depredadora, agresiva y fundada en el deseo de ejercer poder y control sobre las mujeres.

Una de las más importantes reflexiones en esto es que a los hombres se nos enseña una sexualidad violadora: se nos enseña a ser sexualmente violentos. Se nos enseña a comportarnos en formas agresivas y coercitivas, y se nos enseña a creer que está bien ser así. "No" aparentemente significa "sí", y podemos evadir nuestra responsabilidad a través del discurso del incontrolable impulso sexual masculino.

Otros elementos contribuyen al potencial coercitivo de los hombres en las relaciones sexuales con las mujeres. Está, por un lado nuestra socializada sordera hacia ellas. Está nuestra tendencia a interpretar la conversación y las caricias en formas más sexuales de lo que lo hacen las mujeres. Están, a menudo, nuestros intensos deseos de intimidad, que pensamos que sólo puede ser alcanzada a través del sexo. Y está también el hecho de que todo esto tiene lugar en una cultura en la cual existen imágenes que erotizan el sexo forzado.

Creo que es vital el reconocimiento de estos hechos. Al mismo tiempo, debemos tratar de evitar lo que veo como los tres problemas potenciales en estas áreas.

(1) En primer lugar, no veamos la sexualidad masculina y la masculinidad en formas esencialistas, ahistóricas o totalizantes. Ni la violencia ni la masculinidad son fenómenos aislados. Lynne Segal escribe en Cámara Lenta: Cambiando a los hombres, cambiando las masculinidades (Slow motion: changing men, changing masculinities) que, "en términos de desarrollar una política sexual contra la violación y la violencia masculina, no ayudará en absoluto el rehusarnos a distinguir entre hombres que violan y hombres que no violan" [Segal, 240]. Segal argumenta que las relaciones de raza y de clase estructuran diferentes formas de masculinidad y a la vez producen diferentes probabilidades para la violencia.

(2) En segundo lugar, al describir las razones por las que los hombres actúan como lo hacen, tengamos cuidado de no confundir el efecto de la violencia con su intención [Liddle, 764]. Las acciones de los hombres son a veces presentadas en una manera unidimensional e instrumentalista: los hombres somos violentos u opresores porque ello sirve a nuestros intereses políticos, y la violencia es el "arma" del control masculino. Ciertamente concuerdo en que la violencia de los hombres tienen el efecto de ejercer control social sobre las mujeres y perpetuar los privilegios masculinos, pero ello no necesariamente significa que ésta sea su intención.

(3) Finalmente, quiero argumentar que este sistema de opresión, este patrón del poder de los hombres, no es total y no es absolutamente dominante. Por ejemplo, no estoy de acuerdo con el argumento de que las relaciones sexuales heterosexuales son siempre opresivas. Creo que hay espacio para la resistencia a las relaciones de poder y para la negociación de éstas. Y no quiero definir como inexistentes las acciones de las mujeres y su placer en las relaciones tanto heterosexuales como heterosociales.

Si analizamos la experiencia vivida de los hombres en la práctica sexual y las relaciones sexuales, encontramos que éstas no se reducen a dominio masculino. Claramente, hay formas en las que el despliegue de sexualidad masculina da a los hombres poder y control sobre las mujeres. Por otro lado, tal como Lynne Segal afirma, "para muchos hombres, es precisamente en las relaciones sexuales donde experimentan su mayor incertidumbre, dependencia y deferencia en relación a las mujeres -- en marcado contraste, muy a menudo, con sus experiencias de autoridad e independencia en el ámbito público". [212]



Estos problemas, sin embargo, no le restan nada a la importancia fundamental de esta crítica y sus dos cruciales reflexiones, que son el hecho de que la violencia y otras formas de coerción están presentes en las relaciones heterosexuales cotidianas, y que la heterosexualidad no es simplemente una relación libremente escogida entre individuos, sino que está arraigada en las relaciones institucionalizadas de poder.

Los hombres debemos analizar críticamente nuestra práctica sexual. Debemos hacer que el consentimiento sea la base fundamental de nuestras prácticas sexuales y nuestras relaciones. Más aún, ello requiere de una negociación verbal explícita. Requiere de preguntar/decir: "¿Te gusta esto?", "¿Cómo te sientes?", "¿Puedo entrar en ti?", "Me gustaría hacer (esto o aquello). ¿Quieres hacerlo tú también?". Y tenemos que aceptar que "no" significa "no".

Creo que todo esto conduce a tener una mejor relación sexual. Al hablar y compartir construimos confianza, lo que a su vez construye pasión. El sentirnos seguros y en control de nuestras opciones puede ser algo muy excitante [Weinberg and Biernbaum: 32]. Y esto construye intimidad y mutualidad sexuales.

fuente: La sexualidad de los hombres heterosexuales, Michael Flood, traducción de Laura E. Asturias