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domingo, 20 de junio de 2010

Señor, ¿es usted feminista?

El título de esta conferencia parte de un artículo que publiqué en Diario de Navarra el Día Internacional de la Mujer (8 de marzo) de 2005. En él marcaba claramente quién era el receptor de aquel texto. Basta reflexionar un instante en la diferencia entre las palabras “señor”, “señorito”, “señora” y “señorita”. El primero es el término habitual con el que nos referimos a los hombres, mientras que el segundo fue el vocablo empleado en las familias burguesas generalmente andaluzas (todos recordamos la expresión “señorito andaluz”).

En cambio, los otros dos términos nos ponen sobre la pista de la ignominia de la marginación de la mujer y de la agresión contra ésta a través de todas las leyes y hasta hace no mucho tiempo. En efecto, decir “señorita” equivalía hasta más o menos los años sesenta a decir “mujer no casada”, mientras que “señora” era la mujer casada. De esta manera, se ejercía una forma de control social del estado civil de la mujer cuando, de entrada, se le preguntaba a una mujer si era señora o señorita (lógicamente: casada o soltera), algo que jamás se hacía con respecto al hombre.

Asimismo, el título de aquel artículo y el de esta conferencia preguntan si “es usted feminista”. En efecto, a pesar de la enorme bibliografía producida y de toda la lucha de más de dos siglos abanderada por el feminismo, las ideas sobre este tema no han calado, y sigue existiendo una gran confusión. Basta con acudir al diccionario de la Real Academia Española y ver cómo se define la voz “feminismo”. La primera acepción es ésta: “Doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres”.

Sin embargo, cabe señalar que el adjetivo “favorable” proviene de “favor”, mientras que el feminismo es una doctrina que exige. Y si buscamos la palabra “exigir” en el mismo diccionario leemos esta definición: “Pedir imperiosamente algo a lo que uno tiene derecho”. Así entendido, sí se puede hablar de feminismo: se trata de una doctrina que pide algo a lo que la mujer tiene derecho y que la ley le ha quitado.

Además, creo que la Academia se deja en el tintero un segundo aspecto. El feminismo “es favorable” no sólo para la mujer, sino también para el hombre, porque éste deja de ser tirano –como por ley ha tenido que ser durante tantos siglos–, se coloca en un plano de igualdad y está en condiciones de mantener unas relaciones sentimentales mucho más felices y relajadas. Lo que el hombre pierda en poder lo va a ganar en relación y en serenidad.

Por todo ello, resulta vital que el sentido de la voz “feminista” se resuelva con claridad. Digo esto porque, aunque no tengo recogida la doctrina, hay declaraciones que despistan. Recuerdo una en la que alguien se definía como una “feminista sosegada”. Ese tipo de coletillas hace ver la inseguridad con la que se emplea el término.



En cambio, la Academia ha definido en este caso muy bien el término. En efecto, según ella, “feminista” es el partidario del feminismo, es decir, partidario de esa doctrina que exige la igualdad para hombres y para mujeres. Por tanto, la respuesta a la pregunta del título es sencilla. Si alguien es partidario de la igualdad entre hombres y mujeres –independientemente de que milite o no en el movimiento–, será feminista.

De todos modos, lo anterior se asume con dificultad. Eso lo percibimos en el lenguaje, porque es muy raro leer o escuchar en los medios de comunicación la expresión “los feministas” (en masculino). El hombre no se ha querido implicar y ha dicho que eso corresponde a las feministas, a pesar de que a lo largo de la historia también haya habido unos cuantos hombres que han sido partidarios de esa igualdad y que la han defendido muy fuertemente.

Para trazar una historia del feminismo hay que comenzar, indudablemente, por Grecia. La primera sociedad europea real y crudamente misógina es la griega. Ésta, además, inventa la democracia más inteligente –desde el punto de vista, claro está, de sus inventores–: ni los esclavos ni las mujeres entran en ella. Un ejemplo de esta mentalidad es un poema de Simónides que compara la mujer con aproximadamente quince o veinte animales, de la forma más brutal y grosera, pero que a la vez resulta deslumbrante por la cantidad de insultos que emplea.

De todos modos, hay alguna excepción entre los griegos. Así, por ejemplo, Platón defiende que la mujer debe tener presencia en el Estado como el hombre. A pesar de ello –y quizá por compensar–, Aristóteles sostendrá que la mujer no tiene alma. Por su parte, el cristianismo reconocerá que la mujer tiene alma y que puede o salvarse o condenarse.

A partir del siglo XVI se plantea la cuestión de si la mujer posee o no capacidad mental. La mayoría lo niega. También sabemos que, desde entonces y hasta el siglo XVIII, empezará a formularse una crítica que cristalizará en la época de la Ilustración.

En definitiva, el feminismo consiste en llevar la democracia hasta sus últimas consecuencias. No obstante, si nos remontamos al código napoleónico de 1805, pasada la revolución francesa con su fantástico lema de libertad, igualdad y fraternidad, vemos en él que queda sancionada la inferioridad legal de la mujer. No se le otorga a ésta derecho político alguno, al tiempo que pierde los derechos económicos incluso sobre sus herencias. Es total el control del varón sobre la mujer, que estará sujeta a los permisos que pida la ley para incluso abrir una cuenta bancaria.

La doctrina del código napoleónico de 1805 fluye por toda Europa, Hispanoámerica y el resto de los países que siguen a Occidente. En España sucederá lo mismo hasta la II República (1931), cuando se reconocerá a la mujer, entre otros, el derecho de voto. Sin embargo, la nueva situación durará cinco años, hasta la Guerra Civil. A partir de ésta y tras el triunfo del franquismo, las nuevas leyes sancionan la inferioridad legal de la mujer a los efectos más amplios (políticos y económicos). Basta recordar, en este sentido, cómo la mujer debía demostrar el permiso de su marido para, por ejemplo, matricularse en la universidad.

Desde los últimos años del franquismo empieza a percibirse un cambio y una evolución que llegar hasta nuestros días, con el último triunfo del Partido Socialista Obrero Español y el controvertido sistema de cuotas paritario y la discriminación positiva, algo a lo que algunos se oponen. Sin embargo, cabe aducir en favor de estas medidas todos los siglos durante los que las mujeres se han hallado en pésimas condiciones legales; igualmente, hay que considerar que, a pesar de que el avance de la mujer ha sido fuerte en el siglo XX, todavía se enfrentan a muchas dificultades, sobre todo a la hora de acceder a altos puestos políticos o laborales. Por cierto, el primer parlamento español donde por fin hay más mujeres que hombres es el Parlamento Vasco.

Dentro de las leyes actuales que protegen a la mujer, es obligatorio citar el proyecto de ley contra la violencia de género, que en gran parte se debe a la lucha incesante de los grupos feministas por que se reconozcan estos derechos. Es preciso hacer visible este problema que tanto nos cuesta admitir, y que, con toda justeza, debe calificarse a mi modo de ver de terrorismo doméstico. Así lo hizo Rosa Regàs hace unos años en El País con un artículo titulado “Terrorismo impune”, expresión con la que se refería, precisamente, a la violencia doméstica.

Alrededor de este problema hay otros aparentemente menos graves, pero cuya existencia igualmente nos cuesta aceptar. Así, por ejemplo, el reparto de las tareas domésticas, la equiparación salarial y la conciliación de la vida laboral y familiar. Desgraciadamente, los avances en este sentido son lentos. Apuntaré un dato: en 1997, la proporción de horas dedicadas a las tareas domésticas por la mujer y por el hombre era, respectivamente, de cinco a una. Es decir, por cada cinco horas trabajadas por la mujer en casa, el varón aportaba una. La cifra es todavía más desesperante si se piensa en la evolución anual: cada año se ganan solamente tres minutos de participación del varón en dichas tareas. Aunque a alguien le pueda resultar gracioso, eso significa que la equiparación se lograría alrededor del año 2230.

fuente: Ramón Irigoyen - Aula de Cultura ABC

martes, 25 de mayo de 2010

Leandro Viernes: “Quiero ser hombre, no varón”

El músico defiende su pasión por la estética pop y ataca el imaginario machista: "Me han cagado a trompadas por usar el pelo de colores", dice.

¿Hay algo más pop que el concepto del viernes? Estrenar zapatos o remera, afeitarse o depilarse, elegir bar o boliche, todo se relaciona con dos de tantas ideas del pop: agradar(se) y divertir(se). Leandro Viernes es un compositor de pop sin intención de ser rock. No, amigos. “Lo que me interesa es ser cada vez mejor compositor, instrumentista y cantante de canciones”, aclara. Viernes por la madrugada, que no podía ser sino un álbum pop, es su nuevo y superador paquete de sonoridades. “El disco estaba sin terminar cuando falleció mi vieja, en 2009. La vida y la muerte son lo que importa, lo que cambia las cosas. La gran lección, para mí, fue que hay que hacer con lo que uno tiene: sus pocos o muchos instrumentos y su poca o mucha astucia, sobre todo.”

Arrancó como baterista de Adrián Cayetano Paoletti, desde su Adrogué natal, y estuvo por batir parches en Avant Press, pero necesitó mayor expresividad que la que ofrecían los palillos y se puso a componer. Así sacó el EP Audiosaludos y, en 2005, el disco Música para los ojos. Ah, los ojos. Ellos y su estrecha relación con el pop, donde mirada y oído se funden, y música e imagen conviven sin contradicciones. Qué lindo el pop, pero qué jodido vestir pop. “Me han cagado a trompadas por usar el pelo de colores. Recién pasé por Constitución y me comí un par de ‘¡puto!’. En la Argentina, el símbolo del varón es el que se toma cinco birras. No me importa. Quiero ser hombre, no varón. Ser varón y que te gusten los zapatos, acá, es un bajón: ¡son negros o marrones!”

Leandro no está dispuesto a vivir con los patrones de hombría que establecen que el varón deba ser “hosco, barbado, musculoso y hecho desde abajo”. Eso, entiende, es algo siniestro: “Te educan para que te hagas desde abajo para seguir sirviendo a un explotador. ¿Quién dice que tenés que hacerte desde abajo? ¿O desde arriba? Te hacés desde dónde podés, con la inteligencia y astucia que tengas. Que exista el programa Is Good to Be Rich... ¿de qué carajo estamos hablando?”.

Viernes es otro de esos músicos independientes un poco por elección y otro a la fuerza. “No soy mainstream, no soy del indie cool y chic, ni un niño rico que fue a colegios caros. No entro en ésa. Hago lo que puedo y como puedo, y no le rindo cuentas a nadie, con mis errores y aciertos. Es el precio que pagás, que no se venda mucho el disco. Pero tenés libertad y eso no es poco”, destaca el treintañero cantautor.

Viernes por la madrugada fue parido bajo esa lógica, mientras las revistas especializadas se enteraban casi mágicamente de la movida de zona sur. “¡Basta de robar con el Adrogué Sound!”, pide a gritos desde un bar de Constitución. “Victoria Mil se bancó mil pijazos. Emisor fue parte de Resonantes. Copiloto Pilato. Paoletti. ¿Qué les van a contar las bandas nuevas sobre los ‘90 y el indie a ellos? Todo bien, tendrán gente que los sigue, pero no es un fenómeno. Miranda! lo fue”, aclara.

Todo sobrevuela el disco: Machoman critica al Viernes violento por varón, en Río adentro recorre la ciudad y sus miserias, y en Recargado se equipara con un dispositivo que necesita un cambio de software. “Lo de Facebook es tremendo. Los pibes expresan su descontento juvenil con posts depresivos en lugar de arte. Nos llueven eventos culturales que sólo conocemos por Internet. Y lo peor es que se filtró la lógica de la televisión, la de las Divinas de Patito feo, en el rock, la vida y la cultura. Es una mentira. Muchos de los problemas que pasan con la música nos pasan por giles, por querer el Mercedes y salir en MTV.”

fuente: Luis Paz, Página 12 / No

martes, 11 de mayo de 2010

Los grandes ideales del pene

En estas líneas vamos a referirnos a un órgano que se encuentra en el cuerpo de los varones biológicos, un órgano que tanto ha dado que hablar a esta cultura occidental: el pene. Hagamos un breve ejercicio: primero pensemos en los nombres que se usan para llamar al pene; luego en aquellos que usamos para llamar a los genitales externos de la mujer, la vulva; por último, pensemos en los que se utilizan para denominar al ojo humano, e intentemos darnos un minuto antes de seguir leyendo...

- Los nombres del pene.

¿Qué descubrimos a partir de nuestro ejercicio? Es muy posible que hayamos caído en la cuenta de que manejamos más nombres para pene que para vulva y que, por alguna “curiosa” razón existen más expresiones populares para nombrar a los genitales que a otras partes del cuerpo humano.

Al parecer, la carga erógena que los genitales poseen, así como las valoraciones sociales y afectivas que les damos, hacen que proliferen los sinónimos para nombrarlos. Ahora bien, ambos genitales no parecen tener el mismo estatus valorativo, ya que por algo el pene se lleva la mayoría de los galardones a la hora de ocupar un lugar destacado en el lenguaje.

Sigamos ejercitando nuestras neuronas: pensemos ahora en los nombres que conocemos para llamar a una relación sexual... Tal vez algunos nos causen gracia, otros nos avergüencen, y tal vez algunos nos evoquen sentimientos eróticos de diferente intensidad. ¿Qué nos dicen estas diferentes formas de llamar a una relación sexual...?



La mayoría de las expresiones hablan de un coito vaginal entre dos personas, y además de transmitirnos una idea exclusivamente genital, heterosexual y monógama, también indican que concebimos estas relaciones como actos en los cuales siempre está presente el pene: la idea de penetración se trasluce en expresiones tales como “clavar”, “ensartar”, “serruchar”, “ponerla” (1), y colocan al pene como órgano ineludible para concebir un acto sexual.

- El pene valorado.

¿Qué moviliza este órgano, para que las distintas jergas lingüísticas lo recojan de tan diversas maneras? Para muchas producciones culturales, entre ellas el lenguaje, el pene ocupa un lugar preponderante. Históricamente, los cultos fálicos en Egipto, Grecia y Roma, entre otras civilizaciones, nos hablan de la importancia que muchos pueblos han dado a este órgano, como símbolo de fecundidad y “potencia” sexual.

En la educación que se recibe en la familia, los varones desde que nacen aprenden a valorar su pene de forma particular. El órgano frecuentemente es celebrado y festejado, por ejemplo cuando se le cambian los pañales al bebé y manifiesta erecciones o micciones sorpresivas, o mediante bromas sobre el tamaño del pene del recién nacido en un intento jocoso de establecer patrones hereditarios diciendo que “es igualito al padre”.

No falta por cierto algún padre o madre que juguetee con el pene de su hijo y le diga “¿para quién es esto? ¿para las nenas?”, en precoz y compulsivo entrenamiento no sólo en la valoración del pene, sino también en la enseñanza de la heterosexualidad como valor propio y exclusivo de la masculinidad hegemónica.

Conforme crecen, los varones toman contacto con un mundo lingüístico en donde el pene ocupa el lugar de objeto deseado y símbolo de poder, y por tanto como herramienta para producir no sólo “el” placer de muchas personas, sino también distintas formas de sometimiento.



El niño se socializa en un lenguaje donde el pene aparece no sólo en expresiones eróticas, sino también en diferentes formas de insulto y degradación que colocan a otras personas en el lugar de penetradas por ese pene con poder, de maneras reales y simbólicas. Ejemplos de esto aparecen en expresiones como “hoy el jefe me sentó en la máquina”, o “me están cogiendo (2) con la cuota del banco”, o “éste se la come doblada”, etc., etc., etc. Ese poder que simboliza el pene, lo que llamamos falo, muchas veces aparece en dichos y prácticas cotidianas, en expresiones de poder aparentemente alejadas de la sexualidad.

- El poder fálico tiene sus costos.

Este poder no resulta gratuito para quienes portan el pene: tener ese órgano valorado por la cultura requiere estar a la altura de las expectativas. Parece que hay que tener un pene de determinadas dimensiones y hacerlo funcionar siempre con erecciones potentes y perdurables para dar cuenta de la “potencia”. Es necesario penetrar para “plantar bandera” en aquellos terrenos colonizados en nombre de ese poder fálico y, por supuesto, para alejar fóbicamente la temible amenaza de terminar siendo el cuerpo penetrado por otro pene. En definitiva, estar “siempre listo” más allá de los deseos y afectos específicos que ese varón esté viviendo.

La educación sexual falocéntrica recibida por los varones hace que habitualmente se construya una idea de desempeño sexual exitista, cuantitativa y competitiva, centrada en la erección y la penetración. Esto provoca que muchos de ellos queden, en realidad, vulnerables ante cualquier “falla” que puedan vivir, y hace que consulten angustiados para que se les “reestablezca” ese funcionamiento más bien automatizado, o para agrandar las dimensiones del pene y así estar a la altura del modelo idealizado que han construido en sus cabezas.

La industria se nutre de estas inseguridades masculinas y las refuerza con la publicidad, y está también “siempre lista” para ofrecer miles de tratamientos rápidos con los cuales recobrar la potencia y aumentar los centímetros con cirugías, cremas y aparatos fantásticos y prometedores.

Los costos de portar un órgano tan idealizado hacen también que muchos varones construyan una imagen corporal parcializada, por lo que las relaciones sexuales sólo involucran la zona pélvica en detrimento del resto del cuerpo. Esa imagen impide la erotización de toda la piel para “sentir” y entregarse al encuentro, ya que “entregarse” se relaciona con la “pasividad”, y para el portador del órgano activo y poderoso esa empresa parece estarle vedada.

Aún así, poco a poco van manifestándose varones que se rehúsan a seguir pensando que su sexualidad sólo pasa por lo que tienen entre las piernas, que intentan explorar las zonas erógenas de todo su cuerpo, que se animan a viajar por otras posibilidades de erotismo. Son varones que ponen entre paréntesis las exigencias del poder fálico, para lanzarse a vivir una sexualidad más humanizada e integradora.

(Notas):

(1) Expresiones propias de la jerga popular rioplatense para referirse a una relación sexual.

(2) También en la jerga rioplatense la palabra “coger” se utiliza para llamar al acto de penetrar.

fuente: Rubén Campero, Centro de Estudios de Género y Diversidad Sexual

miércoles, 5 de mayo de 2010

Un nuevo feminismo, una nueva transexualidad

El no-binarismo, cuya consecuencia es transformar los sistemas cerrados de sexogénero en conjuntos difusos, está teniendo una serie de efectos en todos los conjuntos identitarios y en sus políticas.

En el feminismo, ha transformado lo que ya se llama “feminismo clásico” en un “transfeminismo”, todavía incipiente, pero que manifiesta señales de representar el futuro.



En él, alentado también por la teoría de la decolonización, el feminismo supera cualquier riesgo de limitarse a ser un simple corporativismo o sindicalismo de las mujeres, que tutele sus intereses inmediatos en competencia con otros, para volver a su pleno entendimiento como liberacionismo de género, protagonizado por mujeres (difusas) y por cualquier otra persona con planteamientos afines.

Así se supera históricamente la paradoja de que, cautivado por el binarismo generalizado, el feminismo, el primero de los movimientos de liberación de género, haya caído hace ya tiempo en un binarismo radical, concebido biologistamente como lucha de “mujeres” contra “hombres”, o de “todas las mujeres” contra “todos los hombres”.

De hecho, apenas tomó fuerza el feminismo, y a imagen suya, surgió otro liberacionismo de género, el de los gays, que resultaban ser hombres que sufrían la opresión de otros hombres, en términos mucho más violentos e incluso letales que la que sufrían las mujeres. Esto visuabilizaba que la opresión de género no era sólo de los hombres contra las mujeres, sino de los hombres contra algunos hombres por lo menos; e incluso, hacía pensar que, si había algunos hombres víctimas de la opresión de género, también podía haber hombres que no quisieran funcionar como opresores, y que la línea de la opresión de género, aun siendo de género, no pasaba por la separación biológica entre “hombres” y “mujeres”, entendidos binaristamente.

Tiene gran interés a efectos dialécticos, es decir, a efectos de discusión histórica, y de clarificación de las ideas, un hecho que por tanto no considero negativo, sino la negación de una afirmación previa que deberá ir seguida por una nueva afirmación, a un nivel de comprensión mayor: me refiero a que, en las recientes e históricas Jornadas Feministas Estatales de Granada, al mismo tiempo que entraba en ellas en tromba el transfeminismo (nueva afirmación), se preparaba una fiesta de clausura reservada para mujeres, que se quiso cerrada para hombres (negación de la previa afirmación del dominio masculino), lo que despertó una fuerte contestación por los sectores más renovadores.

Si los efectos del no-binarismo en el feminismo son espectaculares (las consecuencias de todas estas aparentes minucias son inmensas), los que pueden tener en los colectivos trans son grandísimos en teoría, aunque en la práctica lo único que hacen es confirmar la validez de muchas prácticas personales.

Precisaré que, entre las personas trans, hay muchas que tienen una identidad definidamente femenina, otras muchas que tienen también una identidad definidamente masculina y otras muchas que tenemos una identidad o unas identidades que a falta de una mejor descripción definiremos como trans.

Pues bien, el no-binarismo y la teoría de los conjuntos difusos de género dan a cada una de esas identidades un sitio justificado lógicamente, a la vez que les permiten afirmar los puntos de contacto o intersección entre conjuntos.

Una vez afirmado y entendido que, más que mujeres, existe un conjunto difuso de mujeres, que abarca a una gran variedad de seres humanos, resulta natural que entre ellas estén las trans femeninas.

Lo mismo se puede decir frente al anteriormente entendido como conjunto cerrado de hombres, tan cerrado, que en definitiva dejaría fuera a numerosos varones. En cuanto vemos que en realidad es un conjunto difuso de hombres, resulta natural que entre ellos se considere a los trans masculinos.

Si, como efecto de todo ello, vemos que también existen conjuntos más difusos todavía, como el de los intersexuales o andróginos, que tengan identidad intersexual o andrógina (y no masculina o femenina), resulta también más natural que las personas trans con identidad intersex o neutra, o la que queramos decir, tengamos plenamente nuestro lugar en este conjunto difuso.

Por otra parte, por la manera de exponer lo que hasta ahora he dicho, se discierne claramente una de las intersecciones entre estos conjuntos difusos: la condición de trans, de personas que hemos hecho una transición de género, común a trans masculinos, trans femeninas y trans neutros, o ambiguos, o intersex, o como queramos decirlo.

El cambio de unos conceptos a otros es tan fuerte que, teóricamente, sería incluso conveniente ajustar con mayor precisión el mismo nombre de “trans-sexual”, entendido hasta ahora como persona que transita de un sexogénero (cerrado) al otro (no menos cerrado)

Se puede entender desde ahora como persona que transita externamente de uno de los conjuntos difusos a otro, bien sea de las formas más diferenciadas de uno a las formas más diferenciadas de otro, bien desde, o hacia las formas menos diferenciadas de uno u otro.

Es decir, se puede transitar hacia un modelo Stallone, con toda conciencia y voluntad, o hacia un modelo Jennifer López, con la misma conciencia y voluntad, y todo eso es legítimo, u optar por quedar en una zona menos diferenciada, y sin embargo difusamente masculina o femenina, y también es eso legítimo.



Si se piensa en esta segunda posibilidad, la transición resulta inmediatamente menos definida, e incluso se puede afirmar que a veces casi no hay transición, que la persona permanece simplemente donde está, en un lugar relativamente alejado de los centros más densos y definidos de esos conjuntos difusos.

Ni que decir tiene que las actuales "pruebas de la vida real", realizadas con presupuestos binaristas por las unidades de género, dejan de tener sentido. Yo (cualquiera) podría pretender una transición de hombre a mujer, y optar por vestir vaqueros y saquitos anchos.

Justamente, y ya históricamente, en su corta historia, el no-binarismo, o su consecuencia, la teoría de conjuntos difusos de género, lo que hace es darnos un lugar racional a las muchas personas trans, sea que entendamos nuestra identidad como cercana a los centros de los dos mayores conjuntos difusos, el de hombres y el de mujeres, sea que nos entendamos lejos de esos centros, en la periferia más difusa, es decir, que no queramos ser hombres (difusos) ni mujeres (difusas), sino simplemente nosotros mismos, asumir nuestra singularidad.

En los dos casos, la palabra transexual gana en agilidad o flexibilidad o comodidad al tratarse de la plena inserción en conjuntos difusos y no cerrados.

En los conjuntos cerrados, en efecto, era preciso afrontar su cerrazón; su definición cerrada, caracterizada por la lógica del sí o el no (XY sí o no; XX sí o no; o genitales de esta forma, sí o no; o de la otra, sí o no) podía siempre intentar cerrar el paso a quienes no coincidieran con ella.

En cambio, la definición difusa de hombres puede incluir por igual a varones XY o XX. La definición difusa de mujeres incluye por igual a mujeres XX y XY (y en los dos casos, a otras variantes cromosómicas) con las consecuencias revolucionarias que hemos visto para el feminismo.

Por otra parte, la persona transexual no tiene que preocuparse demasiado por no alcanzar una igualdad perfecta con las personas que están allí de nacimiento, pues en realidad, unas y otras pertenecemos al mismo conjunto difuso, en el que siempre hay un más y un menos. La lógica difusa es la del más o menos, no la del sí o no, y en esto consiste su adecuación a muchas de las realidades humanas.

fuente: Kim Pérez, Outgender

jueves, 25 de marzo de 2010

Enrique Del Valle Iberlucea y la lucha por los derechos de las mujeres en Argentina


El libro Marxismo y feminismo, de Marina Becerra, repara un gran olvido de la historiografía argentina: la lucha por los derechos de las mujeres de Enrique Del Valle Iberlucea, el primer senador socialista de Latinoamérica, expulsado injustamente del Parlamento argentino en 1921.

Con la sanción del Código Civil argentino, encargado por el gobierno de Bartolomé Mitre y aprobado por el parlamento sin debate previo, en 1871 se abrió un capítulo oscuro en la historia de las mujeres argentinas, que recién se cerraría –parcialmente, claro, y sólo en lo relativo a la mayoría de sus derechos civiles–, casi cien años más tarde, irónicamente bajo el gobierno de facto de Onganía. En su letra, el Código redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield clasificaba a las personas en “capaces” e “incapaces”: la mujer, normalmente un sujeto considerado por la ley como jurídicamente competente, se volvía prácticamente inepta al casarse con un hombre. No bien pasaba por el altar (o el registro civil, a partir de 1888) toda argentina, e independientemente de su clase social o nivel económico, quedaba a cargo de su esposo, quien a partir de entonces la representaba en casi todos los actos jurídicos y se convertía en el único administrador de su dinero. Sin su permiso, ninguna esposa podía testificar en un juicio o ante un escribano, celebrar un contrato, hipotecar, vender, comprar o donar bienes. Toda denuncia contra ella debía ser dirigida a su marido, considerado por el codificador cordobés el jefe de la sociedad conyugal, y facultado para recurrir a la fuerza pública si su mujer dejaba el domicilio matrimonial.

Aunque muy estigmatizadas, sobre las mujeres solteras no pesaban la mayoría de estos preceptos que, a pesar de violar la Constitución Nacional (“todos los ciudadanos son iguales ante la ley”), reglamentaron una experiencia tan íntima como la matrimonial hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, el feminismo argentino, que por entonces daba sus primeros pasos, encontró en un joven estudiante un importante aliado en esta causa. Corría el año 1902 y Enrique Del Valle Iberlucea se recibía de abogado con una tesis que defendía la igualdad civil de las mujeres casadas y que proponía incluir el divorcio en la legislación argentina, señala Marina Becerra en Marxismo y feminismo (Prohistoria Ediciones). Recientemente editado, este libro repasa la vida intelectual y política de quien en 1913 fue elegido el primer senador socialista de Latinoamérica.
Nacido en España, Del Valle llegó a los ocho años a la ciudad de Rosario, donde se estableció junto a sus padres. Desde entonces, y hasta su muerte, la preocupación porque se lo creyera lo suficientemente argentino sería una constante. No bien recibió su diploma de abogado, se nacionalizó argentino y se enroló voluntariamente en el Ejército nacional. Afortunadamente, las armas no lo alejaron del trabajo intelectual. A los 25 años daba conferencias sobre teoría marxista y comenzaba a distanciarse ideológicamente de la línea trazada por el fundador del Partido Socialista argentino, Juan B. Justo. Esto no impidió que, luego de dar una charla a favor del divorcio en el Centro Socialista Femenino, en 1902, Del Valle se afiliara a este partido. Para entonces un diputado liberal había presentado en el parlamento argentino el primer proyecto de ley de divorcio vincular. Pero en esa conferencia, y frente a decenas de mujeres, Del Valle mencionó un argumento que faltaba en los encendidos debates que tenían lugar en el Congreso: el amor. Para el socialista, además de emancipar a las argentinas, el divorcio significaba una segunda oportunidad para todos aquellos y aquellas atadas por vínculos que “no nacían del corazón”. De ahí en más, y de la mano de su amiga y colaboradora Alicia Moreau (con ella fundó la revista socialista Humanidad Nueva), Del Valle abogaría por los derechos de las mujeres, un capítulo prácticamente ausente en la escasa bibliografía existente sobre el primer senador socialista argentino.

Discípula de la gran maestra e historiadora Dora Barrancos, la socióloga e investigadora del Conicet Marina Becerra salda esta deuda con el intelectual marxista y rescata el carácter precursor de su lucha por la emancipación de las mujeres de un país que sentía como propio. En 1920, ya como integrante del Senado argentino, Del Valle presentó un proyecto de despenalización del aborto. Dos años antes había elaborado un proyecto de emancipación civil de la mujer que, más tarde, serviría de base a la ley 11.357. Sancionada en 1926 y conocida como la “Ley de ampliación de la capacidad civil de la mujer”, esta normativa otorgó derechos civiles a las solteras, divorciadas y viudas, reconociendo su igualdad jurídica con los hombres. Sin embargo, a pesar de que eliminaba algunas restricciones para las mujeres casadas, como la administración de sus propios bienes –a título oneroso– y salarios, la nueva ley continuaba impidiéndoles abandonar el hogar conyugal o ejercer la patria potestad de sus hijos menores, entre otras cosas.

Del Valle nunca llegó a enterarse de la sanción de esta ley: murió en 1921, a los 44 años, de una enfermedad respiratoria. Semanas antes, había sido desaforado del Senado argentino por declarar en un congreso socialista su adhesión a la Tercera Internacional, la organización comunista fundada por Lenin. En una vergonzante votación, la mayoría conservadora y radical decidió el desafuero de uno de los legisladores más brillantes que haya tenido en sus bancas. Acusado de anarquista y antipatriota, se le hizo notar su origen extranjero y se lo condenó por el delito de “opinión”, como sostiene Becerra en su primer libro, consagrado a esta figura inexplicablemente poco nombrada por la historia.

fuente: Página 12 / Las 12

domingo, 14 de marzo de 2010

La sexualidad de los hombres heterosexuales

Quizás lo más importante que debe saberse acerca de la sexualidad masculina es que está íntimamente vinculada a la identidad de género masculina. El desempeño físico exitoso de la sexualidad masculina es esencial para la confirmación de la masculinidad de los hombres.

Podemos encontrar evidencia de ello en los relatos de los hombres heterosexuales acerca de su experiencia de sexo con las mujeres, y en el significado que para los hombres tiene el no poder tener un desempeño sexual apropiadamente masculino. En relación a lo anterior, las encuestas de Hite (1981) revelan la experiencia del coito pene-vagina como una verificación de la identidad masculina. Cualquier falla en el desempeño masculino (pérdida de la erección o, en particular, ausencia de erección) es experimentada por los hombres, en términos profundamente genérico, plantea la amenaza de la pérdida de su hombría, y provoca, en muchos, humillación y desesperación [Tiefer: 168].



Una de las cualidades del discurso dominante sobre la sexualidad masculina también está implícita en esto; la sexualidad masculina está basada en desempeño y potencia. El tener una buena "técnica sexual" -- definida como una serie abstracta de habilidades -- y poder "dar" muchos orgasmos a la mujer, son los elementos que definen la hombría. De acuerdo con Leonore Tiefer, el desempeño sexual masculino tiene tanto que ver con la confirmación de la masculinidad y la posición entre los hombres como con el placer o la intimidad [Tiefer: 167].

Los mitos sexuales que son base del modelo dominante de la sexualidad masculina son eficientemente resumidos por Fanning y McKay, de la siguiente manera. Los hombres siempre deben desear las relaciones sexuales y estar preparados para ellas. Un "verdadero hombre" nunca pierde la erección. El pene debe ser grande. El hombre siempre debe llevar a su pareja al orgasmo o, preferiblemente, a múltiples orgasmos. El sexo sólo involucra penetración seguida del orgasmo. El hombre siempre debe saber qué hacer en el sexo. El hombre siempre debe ser agresivo. Todo contacto físico debe conducir al sexo. El sexo debe ser natural y espontáneo.

Existen varias imágenes comunes de la relación de los hombres heterosexuales con la intimidad y las emociones: los hombres somos vistos como "emocionalmente incompetentes" y "emocionalmente estreñidos" [Doyle: 158]. Intentamos satisfacer todas nuestras necesidades emocionales a través de una mujer, sin hacer lo mismo por ella. Así se da una división emocional del trabajo, en la cual la esposa o compañera provee todos los servicios, tanto emocionales como sexuales. Este patrón se entrelaza con la forma en que los hombres comúnmente descuidan sus amistades, las cuales raras veces son fuente de un profundo compartir y apoyo [Strikwerda y May].



Muchos hombres confunden el amor con el sexo; las relaciones íntimas y amorosas sólo pueden ser obtenidas por medio del sexo. Para la mayoría de hombres heterosexuales adultos, las relaciones sexuales son el único espacio donde reciben abrazos y sustento emocional, y en el que son tratados con afecto y amor [Kaufman: 241].

Las relaciones íntimas de los hombres tanto con hombres como con mujeres son fundamentalmente estructuradas por la homofobia y la misoginia. La masculinidad se define por lo que no es -- no femenina -- y las cualidades femeninas estereotípicas son denigradas. Las relaciones íntimas entre hombres son tratadas con miedo y odio intensos, y todo acercamiento es visto con suspicacia.

Hite y Colleran describen el desigual contrato emocional que es común en las relaciones heterosexuales: el hombre se reserva una apertura emocional igual a la de la mujer, trivializa a su pareja y no la escucha, y luego le pide amor, afecto y comprensión [30]. También describen una serie de patrones que me son familiares -- confusión y ambivalencia emocionales, descalificación de las mujeres, desvalorización de los sentimientos de las mujeres, y también el creer que su percepción de la realidad es correcta, mientras que las percepciones de la mujer son locas, neuróticas o simplemente incorrectas.

Al examinar la sexualidad de los hombres heterosexuales y el carácter de sus relaciones sexuales con las mujeres, debemos reconocer la presencia de la violencia de los hombres contra las mujeres. Empezaré describiendo la singular contribución de las mujeres feministas a nuestra comprensión de la violencia masculina.



En primer lugar, las feministas han documentado la experiencia de las mujeres acerca de una gama de formas de violencia, incluyendo violencia sexual, golpes, abuso y acoso hacia niños y niñas, y el generalizado temor de tal violencia que las mujeres experimentan. La violencia de los hombres contra las mujeres está muy diseminada y es socialmente legitimada. En segundo lugar, las feministas han criticado las explicaciones que patologizan e individualizan la violencia de los hombres, argumentando, por el contrario, que la violencia es la expresión normativa de una masculinidad construida como agresiva, coercitiva y misógina. En tercer lugar, esta crítica, a su vez, ha problematizado un número de distinciones comunes en los discursos dominantes sobre la violencia: entre la conducta "típica" y "aberrante" de los hombres; entre "víctimas" y no víctimas; y entre "ofensores" y otros hombres. Finalmente, las feministas han aportado la reflexión de que la violencia de los hombres es un elemento importante en la organización y mantenimiento de la desigualdad de género.

A finales de los años setenta y ochenta hubo un cambio importante: la sexualidad masculina y la heterosexualidad fueron vistas cada vez más como fundamentalmente implicadas en esta violencia [Edwards]. Escritoras tales como Adrienne Rich, Kathleen Barry, Andrea Dworkin y Catherine MacKinnon argumentan que, bajo el patriarcado, la subordinación de las mujeres es erotizada y la violencia se ha hecho "sexualmente atractiva". Para estas autoras, la sexualidad es vista como el sitio central de la supremacía masculina y fundada en un régimen de heterosexualidad obligatoria. Este régimen involucra la invasión, colonización y destrucción de los cuerpos de las mujeres, de los espíritus de las mujeres y de las mujeres mismas. Más aún, la sexualidad masculina está fundamentalmente implicada en la violencia de los hombres y en la perpetuación de la supremacía masculina. La sexualidad de hombres (tanto heterosexuales como homosexuales) es vista como depredadora, agresiva y fundada en el deseo de ejercer poder y control sobre las mujeres.

Una de las más importantes reflexiones en esto es que a los hombres se nos enseña una sexualidad violadora: se nos enseña a ser sexualmente violentos. Se nos enseña a comportarnos en formas agresivas y coercitivas, y se nos enseña a creer que está bien ser así. "No" aparentemente significa "sí", y podemos evadir nuestra responsabilidad a través del discurso del incontrolable impulso sexual masculino.

Otros elementos contribuyen al potencial coercitivo de los hombres en las relaciones sexuales con las mujeres. Está, por un lado nuestra socializada sordera hacia ellas. Está nuestra tendencia a interpretar la conversación y las caricias en formas más sexuales de lo que lo hacen las mujeres. Están, a menudo, nuestros intensos deseos de intimidad, que pensamos que sólo puede ser alcanzada a través del sexo. Y está también el hecho de que todo esto tiene lugar en una cultura en la cual existen imágenes que erotizan el sexo forzado.

Creo que es vital el reconocimiento de estos hechos. Al mismo tiempo, debemos tratar de evitar lo que veo como los tres problemas potenciales en estas áreas.

(1) En primer lugar, no veamos la sexualidad masculina y la masculinidad en formas esencialistas, ahistóricas o totalizantes. Ni la violencia ni la masculinidad son fenómenos aislados. Lynne Segal escribe en Cámara Lenta: Cambiando a los hombres, cambiando las masculinidades (Slow motion: changing men, changing masculinities) que, "en términos de desarrollar una política sexual contra la violación y la violencia masculina, no ayudará en absoluto el rehusarnos a distinguir entre hombres que violan y hombres que no violan" [Segal, 240]. Segal argumenta que las relaciones de raza y de clase estructuran diferentes formas de masculinidad y a la vez producen diferentes probabilidades para la violencia.

(2) En segundo lugar, al describir las razones por las que los hombres actúan como lo hacen, tengamos cuidado de no confundir el efecto de la violencia con su intención [Liddle, 764]. Las acciones de los hombres son a veces presentadas en una manera unidimensional e instrumentalista: los hombres somos violentos u opresores porque ello sirve a nuestros intereses políticos, y la violencia es el "arma" del control masculino. Ciertamente concuerdo en que la violencia de los hombres tienen el efecto de ejercer control social sobre las mujeres y perpetuar los privilegios masculinos, pero ello no necesariamente significa que ésta sea su intención.

(3) Finalmente, quiero argumentar que este sistema de opresión, este patrón del poder de los hombres, no es total y no es absolutamente dominante. Por ejemplo, no estoy de acuerdo con el argumento de que las relaciones sexuales heterosexuales son siempre opresivas. Creo que hay espacio para la resistencia a las relaciones de poder y para la negociación de éstas. Y no quiero definir como inexistentes las acciones de las mujeres y su placer en las relaciones tanto heterosexuales como heterosociales.

Si analizamos la experiencia vivida de los hombres en la práctica sexual y las relaciones sexuales, encontramos que éstas no se reducen a dominio masculino. Claramente, hay formas en las que el despliegue de sexualidad masculina da a los hombres poder y control sobre las mujeres. Por otro lado, tal como Lynne Segal afirma, "para muchos hombres, es precisamente en las relaciones sexuales donde experimentan su mayor incertidumbre, dependencia y deferencia en relación a las mujeres -- en marcado contraste, muy a menudo, con sus experiencias de autoridad e independencia en el ámbito público". [212]



Estos problemas, sin embargo, no le restan nada a la importancia fundamental de esta crítica y sus dos cruciales reflexiones, que son el hecho de que la violencia y otras formas de coerción están presentes en las relaciones heterosexuales cotidianas, y que la heterosexualidad no es simplemente una relación libremente escogida entre individuos, sino que está arraigada en las relaciones institucionalizadas de poder.

Los hombres debemos analizar críticamente nuestra práctica sexual. Debemos hacer que el consentimiento sea la base fundamental de nuestras prácticas sexuales y nuestras relaciones. Más aún, ello requiere de una negociación verbal explícita. Requiere de preguntar/decir: "¿Te gusta esto?", "¿Cómo te sientes?", "¿Puedo entrar en ti?", "Me gustaría hacer (esto o aquello). ¿Quieres hacerlo tú también?". Y tenemos que aceptar que "no" significa "no".

Creo que todo esto conduce a tener una mejor relación sexual. Al hablar y compartir construimos confianza, lo que a su vez construye pasión. El sentirnos seguros y en control de nuestras opciones puede ser algo muy excitante [Weinberg and Biernbaum: 32]. Y esto construye intimidad y mutualidad sexuales.

fuente: La sexualidad de los hombres heterosexuales, Michael Flood, traducción de Laura E. Asturias

sábado, 27 de febrero de 2010

La heterosexualidad obligatoria y la existencia lesbiana

(...) Si las mujeres son las fuentes más tempranas del cuidado emocional y de la nutrición física para los niños tanto del sexo femenino como del masculino, parecería lógico, al menos desde una perspectiva feminista, plantear las preguntas siguientes: si la búsqueda de amor y ternura en ambos sexos no lleva originalmente hacia las mujeres; por qué de hecho alguna vez las mujeres querrían dar una nueva dirección a esa búsqueda; por qué la supervivencia de la especie, los medios de fecundación y las relaciones emocionales y eróticas deberían, en todo caso, volverse tan rígidamente identificados los unos con las otras; y por qué deberían de encontrarse constricciones tan estrictas para obtener a fuerzas la lealtad emocional y erótica de la mujer y su subordinación a los hombres. Dudo que suficientes estudiosas y teóricas feministas hayan hecho el esfuerzo de reconocer las fuerzas sociales que arrancan las energías emocionales y eróticas de las mujeres de ellas mismas, de las otras mujeres y de los valores identificados con la feminidad. Estas fuerzas, como trataré de mostrar, van de la esclavización física literal hasta el disfrazamiento y la distorsión de opciones posibles. (...)

En su ensayo "El origen de la familia", Kathleen Gough enumera ocho características del poder masculino en sociedades arcaicas y contemporáneas, características que quisiera usar como marco de referencia: "la capacidad de los hombres de negar la sexualidad de las mujeres o de imponerla a ellas; administrar o explotar su trabajo para controlar su producto; controlar a sus hijos o despojarlas de ellos; encerrarlas físicamente e impedir su circulación; o negarles el acceso a grandes áreas del conocimiento social y de los logros culturales". [1] (...)



Es fácil de reconocer que las formas en que se manifiesta el poder masculino obligan a la heterosexualidad. Cada una de las formas contribuye al conjunto de fuerzas dentro de las cuales las mujeres han sido convencidas de que el matrimonio y la orientación sexual hacia los hombres son componentes inevitables de sus vidas, aunque sean insatisfactorios u opresivos. El cinturón de castidad, el matrimonio infantil, la erradicación de la existencia lesbiana (excepto como exótica y perversa) del arte, la literatura y el cine, la idealización del amor y el matrimonio heterosexual; todas estas son formas bastante obvias de compulsión, las primeras dos con el concurso de la fuerza física, las otras dos con el control de la conciencia. Mientras que las feministas han atacado la clitoridectomía como una forma de tortura contra las mujeres, [2] Kathleen Barry fue la primera en señalar que esto no es simplemente un modo de convertir a una muchacha en mujer "casable" mediante una cirugía brutal. Tiene como objeto que las mujeres en la proximidad íntima del matrimonio polígamo no quieran formar relaciones sexuales entre ellas, que—desde una perspectiva masculina y genital fetichista—las conexiones eróticas femeninas estarán literalmente excluidas incluso en una situación de segregación de sexos. (...)



En su estudio brillante El hostigamiento sexual de las mujeres trabajadoras: Un caso de discriminación sexual, Catharine A. MacKinnon traza la intersección de la heterosexualidad obligatoria y la economía. Bajo el capitalismo, las mujeres son segregadas horizontalmente por sexo y ocupan una posición estructuralmente inferior en el lugar de trabajo. (...) Ella cita una gran cantidad de material que documenta el hecho de que a las mujeres no sólo se les segrega en trabajos de servicio mal pagados (como secretarias, empleadas domésticas, nanas, operadoras telefónicas, educadoras, meseras), sino que además la "sexualización de la mujer" es parte del trabajo. Un requisito central e intrínseco a las realidades económicas de la vida de las mujeres es el de que las mujeres "ofrecerán comercialmente su atractivo a los hombres, que tienden a detentar el poder y la posición económicos para imponer sus predilecciones". [3] (...)

Esto da lugar a una diferencia específica entre las experiencias de las lesbianas y las de los hombres homosexuales. A una lesbiana, que oculta sus preferencias en el trabajo por los prejuicios heterosexistas, no sólo se le fuerza a negar la verdad de sus relaciones fuera del trabajo o en su vida privada; su trabajo depende de que pretenda ser no sólo heterosexual, sino una mujer heterosexual en términos de vestir y actuar el papel femenino y deferente, requerido de las mujeres "reales". (...)

La heterosexualidad obligatoria simplifica la tarea del proxeneta y del alcahuete en los círculos de prostitución universales y en los "centros eros" mientras que, en la privacidad del hogar, lleva a la hija a "aceptar" la violación incestuosa de su padre a la madre, a negar que ello está ocurriendo, a la esposa golpeada a permanecer con un esposo abusivo. "Hacer amigos o cortejar" es una de las prácticas más importantes del alcahuete, cuyo trabajo consiste en entregar la muchacha escapada o confusa al chulo para que la prepare. La ideología del amor heterosexual, transmitido a ella desde la infancia por los cuentos de hadas, la televisión, las películas, la propaganda, las canciones populares, las ceremonias nupciales, es un instrumento idóneo en manos del alcahuete, y uno que no duda en usar, como documenta Barry. El temprano adroctrinamiento femenino en "amor" como emoción puede ser en gran parte un concepto occidental; pero una ideología más extendida profesa la primacía y la incontrolabilidad del impulso sexual masculino. (...)

El supuesto de que "la mayoría de las mujeres son innatamente heterosexuales" destaca como una piedra de choque para el feminismo. (...) Sin embargo, la omisión en examinar la heterosexualidad como una institución es como la omisión en admitir que el sistema económico llamado capitalismo o el sistema de castas del racismo se mantiene por una variedad de fuerzas, incluyendo tanto la violencia física como la falsa conciencia. (...)

He escogido usar las expresiones de existencia lesbiana y continuo lesbiano porque la palabra lesbianismo tiene resonancias clínicas y limitantes. La expresión existencia lesbiana sugiere tanto el hecho de la presencia histórica de las lesbianas como de la creación continua del significado de esa existencia. Con el término de continuo lesbiano me propongo incluir una gama de experiencias identificadas con la mujer a través de la vida de cada mujer y a través de la historia y no simplemente el hecho de que una mujer haya tenido o deseado conscientemente experiencia sexual genital con otra mujer. Si lo expandimos para que incluya muchas más formas de intensidad primaria entre mujeres, como el compartir una vida interna rica, la asociación contra la tiranía masculina, el dar y recibir apoyo práctico y político si también podemos detectarlo en tales asociaciones como resistencia al matrimonio (...) empezamos a captar dimensiones de la historia y la psicología femeninas que han quedado fuera de nuestra comprensión como consecuencia de definiciones limitadas, casi todas clínicas del lesbianismo.

La existencia lesbiana comprende tanto la ruptura de un tabú como el rechazo de un modo de vida obligatorio. También es un ataque directo e indirecto al derecho masculino de acceso a las mujeres. (...)

Históricamente, las lesbianas han sido privadas de una existencia política mediante su supuesta inclusión como versiones femeninas de la homosexualidad masculina. Poner en el mismo plano la existencia lesbiana y la homosexualidad masculina porque ambas son objeto de estigma es borrar la realidad femenina una vez más. Obviamente, parte de la historia de la existencia lesbiana se encuentra donde las lesbianas, a falta de una comunidad femenina coherente, han compartido una especie de vida social y de causa común con los hombres homosexuales. Pero hay diferencias: la falta de privilegios económicos y culturales de las mujeres con respecto a los hombres, las diferencias cualitativas entre las relaciones femeninas y las masculinas—por ejemplo, los patrones de sexo anónimo entre homosexuales masculinos y la pronunciada consideración de la edad en los patrones de atractividad sexual entre los hombres homosexuales. Yo percibo la experiencia lesbiana, como la maternidad: una experiencia profundamente femenina, con opresiones, significados y potencialidades particulares que no podemos comprender si simplemente las engrapamos con otras existencias sexualmente estigmatizadas. (...)

Si consideramos la posibilidad de que todas las mujeres—desde la infante que mama del pecho de su madre a la mujer crecida que experimenta sensaciones orgásmicas al dar de mamar a su propia progenie, tal vez al recordar el olor de la leche de su madre en el de la suya propia, a dos mujeres, como la Cloe y la Olivia de Virginia Woolf, que comparten un laboratorio, a la mujer que muere a los noventa, tocada y cuidada por manos de mujer—existan en un continuo lesbiano, podemos vernos como saliendo y entrando a este continuo, ya sea que nos identifiquemos como lesbianas, o no. (...)



No se puede suponer de las mujeres como las que aparecen en el estudio de Carol Smith-Rosenberg que se casaron, seguían casadas y, sin embargo, vivían en un mundo femenino profundamente emotivo y pasional, que hayan preferido o escogido la heterosexualidad. Las mujeres se han casado porque era necesario para sobrevivir económicamente, para tener descendencia que no sufriera de privaciones económicas ni del ostracismo social, para permanecer respetable, para hacer lo que se espera de una mujer, porque, al provenir de una niñez supuestamente anormal querían sentirse como normales y porque se ha presentado el amor heterosexual como la gran aventura, deber y consumación para la mujer. Podemos haber obedecido a la institución de la heterosexualidad fiel o ambivalentemente, pero nuestros sentimientos—y nuestra sensualidad—no han sido domados ni contenidos dentro de ella. (...)

La doble vida—este consentimiento aparente de una institución fundada en el interés y las prerrogativas masculinas—ha sido característica de la experiencia femenina: en la maternidad y en muchos tipos del comportamiento heterosexual, incluyendo los rituales del cortejamiento; la pretensión de asexualidad de la esposa decimonónica; la simulación del orgasmo de la prostituta, de la cortesana, de la mujer "sexualmente liberada" del siglo XX. (...)

La identificación femenina es una fuente de energía, un dínamo potencial del poder femenino, cercenado y contenido por la institución de la heterosexualidad. La negación de la realidad y de la visibilidad a la pasión de la mujer por la mujer y a la elección de una mujer por otra como aliada, como compañera de vida y como comunidad, el forzar tales relaciones al disimulo y a su desintegración bajo intensa presión han significado una pérdida incalculable del poder de todas las mujeres para cambiar las relaciones sociales entre los sexos, para liberarnos cada una y las unas a las otras. La mentira de la heterosexualidad femenina obligatoria daña ahora no sólo los estudios feministas, sino todas las profesiones, todas las obras de referencia, todos los planes de estudio, toda relación o conversación sobre la que se cierne. (...)



Otro nivel de la mentira es la implicación que se encuentra con frecuencia de que las mujeres se vuelven hacia las mujeres por odio a los hombres. El escepticismo profundo, la precaución y la justa paranoia acerca de los hombres puede de hecho formar parte de la respuesta de cualquier mujer sana a la misoginia de la cultura dominada por los hombres, a las formas asumidas por la sexualidad masculina supuestamente normal, y por la incapacidad, incluso por parte de hombres supuestamente sensibles o politizados de percibir o considerar estos asuntos como perturbadores. Se representa también la existencia lesbiana como un mero refugio de los abusos de los hombres más que como una carga ecléctica y reforzadora entre las mujeres. (...)

Podemos decir que hay un contenido político naciente en el acto de elegir a una amante o a una compañera de vida mujer frente a la heterosexualidad institucionalizada. Pero para que la existencia lesbiana consume este contenido político en una forma liberadora hasta las últimas consecuencias, la decisión erótica debe profundizarse y expandirse en una identificación femenina consciente: en un feminismo lesbiano.

La obra que queda por delante, la de desenterrar y describir lo que aquí llamo "existencia lesbiana" es potencialmente liberadora para todas las mujeres. (...)

La cuestión surgirá inevitablemente: ¿Debemos condenar todas las relaciones heterosexuales, incluyendo las menos opresivas? Creo que este asunto, aunque con frecuencia emotivo, está mal planteado aquí. Hemos estado empantanados en un laberinto de dicotomías falsas que nos impide aprender la institución en su conjunto: matrimonios "buenos" contra "malos"; "matrimonio por amor" contra matrimonio arreglado; sexo "liberado" contra prostitución; relaciones sexuales heterosexuales contra violación [4]; Liebeschmerz [5] contra humillación y dependencia. Desde luego, dentro de la institución de la heterosexualidad existen diferencias cualitativas de experiencia; pero la ausencia de alternativa sigue siendo la gran realidad no reconocida, y por la ausencia de alternativa, las mujeres seguirán dependiendo de la oportunidad o de la suerte de relaciones particulares y no tendrán el poder colectivo para determinar el significado y el lugar de la sexualidad en sus vidas.

(Notas):

[1] Kathleen Gough, "The origin of the family" en Toward an anthropology of women (Hacia una antropología de las mujeres) ed. Rayna [ Rapp] Reiter (New York: Monthly Review Press, 1975), p. 69-70.

[2] Frans P. Hosken "The violence of power: Genital mutilation of females" ("La violencia del poder: La mutilación genital de las mujeres'), Heresies: A Feminist Journal of Arts and Politics 6 (1979): 28-35.

[3] Catharine A. MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women: A Case of Sex Discrimination (New Haven: Yale University Press, 1979), p. 174.

[4] Dicotomía que funciona en inglés, no en castellano. N. del T.

[5] Dolor de amor. N. del T.

fuente: Adrienne Rich, traducido por Ricardo Martínez Lacy del texto reproducido en Powers of Desire

domingo, 21 de febrero de 2010

Carlos Álvarez. Hombre, gay, padre y afrodescendiente

Padre de dos hijas, uruguayo de nacimiento y argentino por adopción, Carlos Alvarez hace de su identidad como hombre gay y afrodescendiente una militancia cotidiana, tanto en la organización Africa y su Diáspora como en la Federación Argentina de Lesbianas, Gays y Trans.



¿Cómo fue tu comming out?

—Mi comming out fue bastante difícil. Yo en principio era un militante afro y tenía mis prácticas ocultas. Era difícil compartirlo con mi familia y grupo de amigos. Hoy, años después, recordamos cuando les mentía para hacer escapadas y nos reímos, pero en su momento no fue fácil. En muchos contextos de Latinoamérica no es fácil. A mí me empezó a hacer ruido todo esto de tener una doble vida, yo tenía en claro que era insalubre y no podía sostenerlo por mucho tiempo más. Ahí fue cuando comencé a romper puertas. Yo tengo dos hijas, de seis y siete años, y una de las cosas que yo siempre quise es que las mamás de ellas siempre supieran que soy gay y que sólo las iba a acompañar en la paternidad. Eso es algo que siempre quise, así como también que mis hijas siempre supieran que yo soy homosexual desde cero. Yo estoy re feliz porque ellas conocen a mis novios, nos fuimos de vacaciones juntos, mis hijas comparten todo conmigo. A mí me parece que si lo vivís con naturalidad y demostrás una naturalidad, ellas lo absorben.

¿Creés que es más difícil para un afro salir del closet?

—Depende del contexto, por supuesto. Nosotros tenemos contactos con muchas organizaciones africanas y lo que nos cuentan es desgarrador: el hostigamiento, las muertes que han tenido y las prácticas homofóbicas en todo el continente. Es muy triste que sigan pasando estas cosas en el siglo XXI. En la Argentina, nuestro posicionamiento también es bastante complejo porque, por un lado, uno tiene una lucha clara contra la discriminación y la violación a los derechos humanos en cualquier parte del mundo pero, por el otro, hay que tener en cuenta la coyuntura de cada uno de los países. Así como en Sudáfrica se logró instalar el matrimonio gay, en Uganda están matando a las parejas homosexuales. Por eso, cada nación debe tener su propio proceso.

¿Cómo surgió la Asociación Civil Africa y su Diáspora?

—La organización nació como una revista en el año ‘96, a partir de la iniciativa de varios compañeros que querían promover acciones en la Ciudad de Buenos Aires, basadas en políticas para la comunidad africana. En aquel momento no circulaba ningún tipo de información con respecto a lo que sucedía con la movida afro, por lo que era urgente la necesidad de contar con una publicación que propiciara una propuesta de participación de los afroargentinos. Africa y su Diáspora surge después, con un concepto amplio e integrador, que involucra a todos los nativos y descendientes que se encuentran en el continente.

Naciste en Uruguay y allí comenzaste tu militancia en contra de la discriminación racial. ¿Cómo llegaste a la organización?

—Ni bien me instalé en Buenos Aires, comencé a realizar recorridas por distintas organizaciones que trataran el tema de la segregación étnica. Sinceramente tenía muchas ganas de trabajar en una asociación que albergara los derechos de las comunidades afro; por eso, cuando di con Africa y su Diáspora, inmediatamente enganché con el perfil de mis compañeros. Además tenían una propuesta clara que explicaba cómo tener políticas públicas, generar acciones y visibilizar la cuestión de todos los afrodescendientes. Así fue como comencé a integrarme a la organización y, rápidamente, me ofrecieron incorporarme a la Secretaría General, lugar en el que me desempeño hoy.

Hasta el momento, ¿cuáles fueron los logros de la asociación?

—Yo creo que el éxito más importante es la incorporación de la pregunta sobre el origen poblacional afroargentino en el Censo 2010, que va a cambiar profundamente las condiciones de la comunidad en el país, ya que hace más de 115 años que no se revelan datos sobre los pueblos africanos. De esta manera, luego de diversas tratativas, se logró un acuerdo con el Indec, y de aquella negociación surge el siguiente interrogante: “¿Usted o alguna persona de este hogar es o tiene antepasados de origen afrodescendiente o africano, ya sea padre, madre, abuelo o bisabuelo?”. A raíz de la pregunta, vamos a saber cuántos somos, en qué condiciones estamos y de qué manera vivimos. Desde allí partiremos con una lucha más clara en la determinación de políticas públicas y en la cobertura de necesidades históricas.

¿Cómo llegás desde la militancia contra el racismo en el marco de Africa y su Diáspora hasta la lucha contra la homofobia y el machismo?

—Soy activista desde los 18 años y, si bien desde esa época ya sabía que me gustaban los chicos, me resultó sumamente complicado el hecho de politizarme abiertamente como afro gay. Por eso militaba contra el racismo, por un lado, y mantenía mis prácticas ocultas, por el otro. A medida que pasó el tiempo y, más fuertemente cuando llegué al país, me he dado cuenta de que no es lo mismo ser un gay negro, que un gay blanco. Principalmente, en los boliches y otros lugares de levante veía que las cosas eran distintas para nosotros: están las maricas burguesas que miran por arriba con asco, como también aquellos que quieren cumplir la fantasía de estar con un negro y les genera morbo. Es así como se me ocurrió armar un espacio para pensar todo esto; principalmente, con el objetivo de verificar de qué manera incide la discriminación racial dentro de la comunidad homosexual y, además, para luchar contra las prácticas homofóbicas y sexistas dentro del colectivo afro. Así, la lucha contra la homofobia y el racismo debían ir de la mano.

¿Creés que hay un paradigma de belleza en la comunidad gay que legitima al blanco y que, por el contrario, el negro sólo es tomado como objeto de exotismo y fantasía?

—Absolutamente. Me acuerdo de que cuando me levantaba a un chico y me decía: “Vos sos el primer negro con el que estoy”, yo le contestaba: “Vos sos el blanco número 44”. La verdad es que esos comentarios son bastantes chocantes y en la Ciudad de Buenos Aires pasa mucho esto: vienen, te interrogan, te avasallan, se acercan y no les importa nada. En Uruguay la tenía mucho más clara y me movía con más facilidad en el ambiente. Acá fue todo un aprendizaje y, de repente, tuve que hablar un nuevo lenguaje totalmente desconocido.

Ahora bien, en el marco de Africa y su Diáspora, ¿hubo militantes que adoptaron actitudes homofóbicas con respecto a la lucha contra la discriminación sexual y de género?

—Sí. La sociedad africana también se encuentra impregnada por cuestiones ideológicas y por un conocimiento negativo de lo que es ser gay o lesbiana. Por otro lado, en el marco de los debates dentro de la organización, surge una cuestión que es necesario tener en cuenta. Muchos dicen: “Nosotros vamos a abogar por la no discriminación de los homosexuales, pero ellos nunca hablan de la importancia de no segregar al afrodescendiente”. Es así como nos dimos cuenta de la importancia de trabajar en profundidad estos temas, no sólo en el interior de la comunidad sino también con todos los gays y lesbianas que tienen una mirada bastante conservadora y racista. Por eso es necesario entender que no es lo mismo ser un homosexual afro que blanco, como tampoco es igual esta situación en la ciudad que en el interior del país. Hay mucha homofobia en la comunidad africana, como mucho racismo en el ambiente gay. Aunque también es cierto que en la Federación Argentina (Falgttb) tenemos un espacio para trabajar estos temas y es la Secretaría de Asuntos Etnicos. Por eso, los enemigos no debemos ser nosotros sino la transfobia, la homofobia y la lesbofobia. No nos tenemos que dividir por más que nuestros campos de acción sean distintos. Esa mentalidad tiene que cambiar.

En lo personal, ¿te tocó atravesar alguna situación de discriminación racial u homofóbica que te haya marcado profundamente?

—En realidad, viví varios episodios. Uno de ellos fue cuando no me dejaron entrar a un boliche porque soy afro, directamente por mi color de piel. Me chamullaron con que 'la casa se reserva el derecho de admisión', para luego decirme que no me dejaban entrar porque soy negro. También me pasó que no me frenaran los taxis porque una persona de color genera inseguridad o que me paren en la calle para pedirme marihuana, porque algunos tienen internalizado el estereotipo del negro con rastas y fumanchero. Sin embargo, hay varios aspectos positivos de mi vida que contrarrestan ese tipo de vivencias. Soy educador popular y trabajo con adolescentes, por lo que me enorgullece ver la repuesta positiva que, día a día, obtengo de ellos. Los jóvenes de hoy tienen una postura formada y quieren ser parte de los cambios. A ellos no les importa si soy afro o gay; por ello, aquellas cosas son las que me generan una gran y verdadera satisfacción.


fuente: Página 12 / Soy

sábado, 20 de febrero de 2010

Hay que revisar la masculinidad hegemónica para evitar infartos

La semana pasada, la psicoanalista Débora Tajer, autora del libro Heridos corazones. Vulnerabilidad coronaria en varones y mujeres, advirtió sobre los nuevos problemas cardíacos en las mujeres. Sin embargo, la actualidad mostró otra cara del corazón: las operaciones de urgencia de Néstor Kirchner y Bill Clinton. La relación entre el poder, enfermedad y género son analizados, esta vez, y al ritmo de la actualidad, por la misma psicoanalista.

Frente al impacto que tuvo el problema de salud que aquejó al ex presidente (Néstor) Kirchner podemos visualizar cómo se expresa uno de los núcleos de la vulnerabilidad coronaria en los varones. La construcción de subjetividad necesaria para el ejercicio de altos cargos de poder y liderazgo social genera vulnerabilidad coronaria y vascular. Esto es muy diferente a colocarlo como un problema de patología psiquiátrica (como dijeron algunos periodistas) ya que no es un problema individual y no se resuelve sólo con la gestión técnica médico-psicológica.

Es un modo de construir subjetivi Edades, que tiene un alto impacto en el cuerpo, y que genera que sea la enfermedad con mayor incidencia, en nuestras sociedades, en varones luego de los 35 años. Los hombres que lo padecen, por lo general, tienen una cuota concentrada de masculinidad hegemónica porque, paradójicamente, casi las mismas “virtudes” que se les piden para los cargos de liderazgo (hacerse cargo de todo y de todos, que todas las tareas se conviertan en trabajo y/o militancia, desdeñar el tiempo libre no reglado, confiar en muy pocos, sobresalir y destacarse) son las pautas que los conducen a enfermarse.

Por eso, el hincapié debe estar en revisar este ideal social, ya que, de no hacerlo, muchos de los que supusieron que sólo a Kirchner le podría pasar, deberán empezar a poner sus barbas en remojo. Incluso, esta semana también ha sido hospitalizado Bill Clinton por un problema agudo coronario que se resolvió con la colocación de dos stents.

Pero no sólo el camino al éxito gatilla la enfermedad coronaria, también las traiciones las generan. Como bien señala el tango, se produce por “el dolor de ya no ser”. Es un tipo de problemática cuyo desencadenamiento agudo puede acontecer luego de un gran esfuerzo, pero también en un momento de desencanto con respecto al lugar que –se supuso– se ocupaba. O en una situación en la cual el sujeto percibe que no estuvo, según sus parámetros, a la altura de la circunstancias.

Podemos destacar la importancia de entender que gran parte de la determinación del riesgo de esta problemática en salud son los costos en el cuerpo del sostenimiento de la hegemonía. Y comprenderlo puede ser un modo de ingreso al convencimiento de los varones de que ser el género con mayor poder social tiene sus costos.

De hecho, en casi todas las sociedades como las nuestras, los varones tienen 7 años de expectativa de vida menos que las mujeres. Y las razones que arman esta sobremortalidad masculina son dos: los accidentes y muertes violentas (entre los 15-25 años) y las enfermedades coronarias (a partir de los 35 años). Ambas, determinadas por los modelos de género masculinos que idealizan estas mismas sociedades.

Por lo tanto, nuevas relaciones entre los géneros pudieran pronosticar un cambio en estos perfiles epidemiológicos. No es poco decir, ¿verdad?

fuente: Página 12 / Las 12

miércoles, 17 de febrero de 2010

Ser mujer en el Holocausto. Exposición en Granada

El Museo del Holocausto (Yad Vasehm) en Jerusalén, galardonado en 2007 con el premio Príncipe de Asturias de la Concordia, mostrará por primera vez en España el testimonio femenino de los judíos asesinados por los nazis abordando la temática de la mujer a través de sus estrategias para sobrevivir.

La sala de exposiciones temporales del Centro Cultural de CajaGranada Memoria de Andalucía en la capital granadina mostrará la exposición bajo el título "Manchas de luz. Ser mujer en el Holocausto", que recorre a través de 17 proyecciones multimedia la dimensión humana que subyace al relato histórico de lo ocurrido en el Holocausto, ha informado la comisaria de la muestra y directora del Museo Yad Vashem, Judith Inbar.

La muestra crea un espacio para la singular voz de las mujeres, ofreciendo una perspectiva de cuestiones como la feminidad, la alimentación, la amistad, la fe, la maternidad, el amor, la creatividad, el cuidado al prójimo, la vida cotidiana o la resistencia y partisanos.

También trata de evidenciar las estrategias que usaron mujeres para sobrevivir y conservar su dignidad como seres humanos, así como el relato sobre la manera en que vivieron el Holocausto, en el que murieron más de tres millones de mujeres, adolescentes y niñas.

"Las mujeres tomaron la decisión de no ser víctimas y lo consiguieron haciendo que cada momento fuera importante", ha manifestado Inbar, que ha señalado que el énfasis de la exposición se pone sobre la mujer adulta, aquella que por su edad podía tomar decisiones y que se sentía comprometida con el grupo que la rodeaba.

Esta muestra sólo se ha exhibido en dos ocasiones fuera de Jerusalén: en 2008 en la ciudad alemana de Dresde y el año pasado en la italiana Siena, por lo que los organizadores se han mostrado satisfechos de que ahora sea el turno de mostrarla en España después de dos años de "duro trabajo".

Así lo ha indicado la coordinadora en Granada de la exposición, Alicia Ramos, quien, muy emocionada, ha agradecido a cada una de las instituciones, organismos y asociaciones que la han hecho posible: "Es una muestra de cómo las mujeres, con pequeñas acciones, se resistieron a los hombres, por lo que representa una parte importante de las mujeres de Europa que no debemos olvidar".

fuente: radiogranada.es